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    La arbitrariedad

    Columnista de Búsqueda

    N° 2024 - 13 al 19 de Junio de 2019

    La tentación de incluir algunos elementos de biografía para reproducir lo que piensa Benjamín Constant de la arbitrariedad, del ejercicio abusivo de cualquier posición es demasiado grande. Me resisto a ella para no quitarle espacio a la página que quiero reproducir y que constituye, no lo dudo, una de las piezas más claras y honestas sobre las injurias del poder cuando no encuentra coto ni en la cordura ni en la fuerza; ese poder que se hace despreciable porque se ceba en la proverbial distracción de los gobernados y en el cinismo pasivo de los más lúcidos, para quienes mantener su lugar cerca del sol es un fin en sí mismo y una causa a la que se le pueden sacrificar todas las lealtades. Pero adelanto que mucho de lo que dice en las memorables líneas que siguen lo vivió y lo padeció en su propia persona, tanto desde la infancia —con un padre distante y autoritario— como ya en vida de caballero, cuando debió enfrentarse a la defraudación de las esperanzas en una época en la que el fuego de la revolución y la salvación por la supuesta vía del orden arrasarían con las más elementales trazas de libertad de su generación.

    La cruzada de Constant es muy parecida a la que inspiraron a los revolucionarios ingleses de 1688 y a los colonos americanos de 1776, que no pensaron en paraísos imposibles, sino solo en ponerle freno a las desmesuras del poder. Con eso la felicidad personal de los ciudadanos, y por ende la felicidad social, estarían en camino de hallar su espacio en el horizonte de las naciones. Esta página resume perfectamente sus advertencias: “La libertad es la finalidad de toda asociación humana; sobre ella se apoya la moral pública y privada; sobre ella reposan los cálculos de la industria; sin ella no hay para los hombres ni paz, ni dignidad, ni felicidad. La arbitrariedad destruye la moral; pues no existe moral sin seguridad, no existen amables afectos sin la certeza de que los objetos de esos afectos reposan arropados bajo la égida de su inocencia. Cuando la arbitrariedad golpea sin escrúpulo a los hombres que le son sospechosos, no es solo a un individuo a quien persigue, es a la nación entera a quien en primer lugar indigna y luego degrada. Los hombres tienden siempre a liberarse del dolor; cuando lo que ama está amenazado, ellos se apartan o lo defienden. Las costumbres, dice M. de Paw, se corrompen repentinamente en las ciudades atacadas por la peste; los moribundos se roban entre sí; la arbitrariedad es a lo moral lo que la peste a lo físico. Es enemiga de los lazos domésticos, pues la sanción de los lazos domésticos es la esperanza fundada en vivir juntos y libres bajo la protección que la justicia garantiza a los ciudadanos. La arbitrariedad fuerza al hijo a ver cómo se oprime a su padre sin poder defenderle, a la esposa a soportar en silencio la detención de su marido, a los amigos y a los vecinos a negar los más sagrados afectos. La arbitrariedad es el enemigo de todas las transacciones que fundan la prosperidad de los pueblos; quebranta el crédito, aniquila el comercio, afecta todas las seguridades. Cuando un individuo sufre sin haber sido reconocido culpable, si carece de inteligencia se creerá amenazado, y con razón; pues destruida la garantía, todas las transacciones se resienten por ello, la tierra tiembla y solo se vive con terror. Cuando la arbitrariedad es tolerada, se disemina de tal modo que el ciudadano más desconocido puede de golpe encontrarla dispuesta a atacarle. No basta mantenerse aparte y dejar golpear a los demás. Mil lazos nos unen con nuestros semejantes y el egoísmo más inquieto no consigue romperlos todos (…) La arbitrariedad es incompatible con la existencia de un gobierno considerado bajo la razón de su institución, pues las instituciones políticas no son sino contratos; la naturaleza de los contratos es la de establecer límites fijos; así igualmente la arbitrariedad siendo precisamente opuesta a un contrato, socava en su base toda institución política. Lo que preserva la arbitrariedad es la observancia de las formas. Las formas son las divinidades tutelares de las asociaciones humanas; las formas son las únicas protectoras de la inocencia, las formas son las únicas relaciones de los hombres entre ellos. De hecho, todo es oscuro; todo está entregado a la conciencia solitaria, a la opinión vacilante. Únicamente las formas son evidentes, es únicamente a las formas que el oprimido puede acudir”.

    La lucha por las formas, en sentido estricto, es defensa de los contenidos.