La corporación como ventrílocuo

La corporación como ventrílocuo

escribe Fernando Santullo

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Nº 2173 - 12 al 18 de Mayo de 2022

Hoy, mientras viajaba en el bus, me puse a mirar el tránsito y su caos organizado. Y me di cuenta de que eran precisamente los profesionales del volante quienes más contribuían al caos. El conductor del bondi en el que viajaba, por ejemplo, no tenía el menor empacho en tirarle su pesado vehículo encima a cualquiera que tuviera al lado. Si el del coche del costado no se apartaba o no frenaba, problema suyo. Esa parecía ser la máxima del profesional que me había tocado en suerte: yo hago lo mío y vos bancátela. Los conductores que nos rodeaban ni siquiera se calentaban. Cuando podían se alejaban, cuando no podían simplemente frenaban y aceptaban, resignadamente, el paso del mamut de metal que se les venía encima. Por supuesto, cuando esta lógica se extiende a todo el tránsito, lejos de hacerlo más fluido y eficiente, logra que sea lento, pesado, sin resolución. Y entonces un viaje de 10 minutos se convierte en uno de 25.

Con casi media hora de viaje por delante, fue imposible no ponerse a hacer analogías: el tránsito montevideano se parece un montón a nuestra forma más bien ineficiente de negociar y resolver el resto de nuestros asuntos comunes. Porque el tránsito es, obviamente, un asunto común. Uno muy tangible, que tiene olor a combustible y grasa. Hay otros asuntos comunes menos evidentes en donde la máxima parece ser la misma: acá están mis posiciones sobre este tema y si no te gustan, bancátela. Y muchas veces quien plantea esa máxima suele ser profesional del asunto: un político, un sindicalista, un funcionario del Estado o de una ONG, el líder de una cámara empresarial o de un colegio profesional. Profesionales de la cosa común que en vez de ser quienes se dedican a reducir el caos, muchas veces lo propician.

Algo de eso ocurre con el tema de la educación, un tema que de tan manoseado se puede uno referir a él como “el tema de la educación” con la casi certeza de que el lector se va a poner a leer otra cosa. Y es que lo educativo, por complejo y lleno de aristas, con su caos medible dentro, se ha convertido en una suerte de telón de fondo al que se acude cuando se intenta explicar algún fenómeno que es complejo o difícil de entender: si hay violencia, es por la educación; si los salarios son malos, seguramente será por la educación; si queremos insultar a alguien en Twitter, podemos apelar a la educación. Siempre y cuando, claro, se mantenga como lugar común mágico que, allá en el fondo, todo lo explica y no explica nada.

En la educación, como en muchos de esos asuntos en donde el sujeto tiene dificultades para articular su propia demanda, son los profesionales quienes asumen el papel de portavoces o de ventrílocuos. Y en ese acto desplazan el problema que realmente tiene el sujeto a la paleta de intereses más o menos corporativos que les interesa a ellos. Y entonces, como en el tránsito montevideano, el sujeto no tiene más remedio que aceptar resignadamente que lo suyo, sin su perspectiva en medio, pase al fondo de la bolsa, mientras el bondi corporativo lo empuja y se le pone adelante.

Uno de los asuntos más graves en nuestra presente educación, por ejemplo, es el bajo número de egresados del sistema de educación media superior. Apenas cuatro de cada 10 estudiantes del sistema público egresa de ese ciclo en tiempo y forma. El problema es más agudo cuando se mira ese egreso entre los más pobres. Allí son solo dos de cada 10 los que terminan. Es decir, el problema es mucho peor precisamente entre quienes más necesitan egresar, ya que carecen de capital social (vínculos sociales o familiares) que les allane el camino más allá de lo que proporciona el sistema educativo.

Resulta curioso que en un país en donde entendemos que los jóvenes de 16 años están capacitados para tomar decisiones drásticas sobre su identidad sexual, no se nos pase por la cabeza que esos mismos jóvenes puedan tener algo que decir sobre su destino académico y/o profesional. Lo señalé en una columna de hace unos años: los estudiantes son el sujeto omitido por excelencia en el debate educativo. Y eso incluso cuando existe ese consenso vago sobre la importancia de la educación como explicación/solución de todos los problemas presentes. Y que sean sujetos omitidos precisamente en el debate que decide su futuro en tanto estudiantes y ciudadanos difícilmente sea resultado de alguna ley natural inevitable. Si los estudiantes no están en la charla es porque esta está en manos de los profesionales del asunto, que arriman el tema a sus agendas. Siempre hablando en nombre de lo que es bueno para los estudiantes, faltaría más.

De esa forma, el truco del profesional como ventrílocuo resulta funcional a las agendas corporativas, sean estas gubernamentales, sindicales o técnicas. Ojo, no estoy diciendo que estos profesionales hagan esto por maldad. Es simplemente el ángulo que les compete dado su expertise y su enfoque. El problema es que esa lógica aleja la perspectiva estudiantil del centro. No hay debate sobre educación en este país que no termine siendo un intercambio de sopapos retóricos entre distintas corporaciones, mientras los estudiantes desaparecen del plano y la cámara filma a los Tres Chiflados metiéndose los dedos en los ojos. El resto, mira resignadamente cómo esta lógica aplasta y enlentece cualquier posible solución.

Entonces pasan los años, las décadas y seguimos debatiendo sobre paros, faltas, competencias, contenidos, culpas y responsables. Por cierto, qué cosa tan cristiana eso de buscar antes la culpa que la solución. Seguimos en fin, con la mirada firmemente clavada en lo que ya pasó y que nos impide mirar lo que se nos viene arriba, lo que está por pasar. Y lo que está por pasar (ya está pasando) es la condena de los jóvenes de los sectores más pobres de este país a vivir una trayectoria de salarios bajísimos en empleos malísimos que probablemente ni siquiera existan dentro de 10 años. Y mientras tanto, los profesionales del asunto aprovechan para descalificar a otros profesionales del asunto en Twitter, usando el hashtag más ocurrente/agresivo/descalificador que se les ocurre.

Se dice que no hay reforma educativa posible sin los docentes y es una gran verdad. Pero, aparentemente, sí se puede hacer una reforma educativa sin estudiantes, ya que estos solo existen a través de los discursos corporativos de quienes están preocupados por ellos. Me gustaría saber qué piensa un estudiante del percentil más bajo que no terminó el ciclo medio superior sobre las razones que le impidieron terminar. Y qué piensa un estudiante del percentil más alto que tampoco terminó. Pero para eso tienen que estar en el centro de la escena. Mientras en la pantalla estén los Tres Chiflados corporativos haciendo morisquetas, tirándole el bondi arriba al resto, difícil que los cambios lleguen.