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    La corrupción y los agujeros negros

    Nº 2197 - 27 de Octubre al 2 de Noviembre de 2022

    Solemos caer en dos errores cuando hablamos de corrupción en política. El primero es pensar que tiene una especificidad. No la tiene, es igual a la corrupción que se comete en el ámbito universitario, el futbolístico, en las mutualistas o los negocios. El argumento de que es más grave porque refiere a dineros públicos o intereses nacionales se aplica también a otros ámbitos. Quien arregla una licitación para un hospital está traicionando a los contribuyentes; la “cometa” de un pase de un futbolista es contra los socios del club; el diseño de un sistema de plagios atenta contra la comunidad académica toda. Siempre hay otro genérico que se perjudica.

    El segundo error es asociar la corrupción a una especie de aberración humana, de falla total en lo que debemos ser. El caso paradigmático de este error se lo debemos al análisis de Hannah Arendt sobre Adolf Eichmann, el nazi encargado de la solución final. Cuando todos esperaban la descripción de un monstruo, Arendt bosquejó un hombre banal, superficial, burócrata, obediente, insípido. Ni a un malvado ni a un psicópata criminal.

    La mayor parte de la gente que comete corrupción es como Eichmann: personas comunes y corrientes que hacen cosas que están mal y no engendros que hacen monstruosidades. Distinguirlo es clave.

    Una vez resueltos ambos errores, queda otro asunto de capital importancia, que es aquello que más nos diferencia de Argentina, que a su vez es lo que más inquieta del caso Marset, y también es donde se juega buena parte de lo que queda del gobierno y donde la postura de la oposición será central para defender una tradición. Me refiero a la posibilidad de trazabilidad de la acción corrupta y el establecimiento de responsabilidades en consecuencia. Piensen ejemplos variados: Eduardo Lasalvia y la vacuna a Puerto Rico; Daniel Cambón y la adjudicación a la firma Resinbal; Bengoa con los casinos municipales; Pluna y “el caballero de la derecha”; Sendic y la tarjeta corporativa; el proceso en curso de Astesiano. En todos los casos estamos ante la generación de un mecanismo de evidencias y sentencias, perfectible como toda obra humana, pero absolutamente central para lidiar con el fenómeno de la corrupción.

    Piensen ahora en el atentado a la Amia; la muerte del hijo de Carlos Saúl Menem; el crimen del fotógrafo argentino José Luis Cabezas; la muerte del empresario Alfredo Yabrán; los 9 millones en el convento de las monjas; el vacunatorio VIP durante la pandemia. En todos estos casos estamos ante un agujero negro, como si la justicia quedara tragada en una maraña oscura, imposible, indescifrable y riesgosa. Lo verdaderamente peligroso no es la corrupción, son los agujeros negros que todo se lo tragan.

    Uruguay no tiene, felizmente, tradición de agujeros negros de la justicia como los que hay en Argentina. La fuga de Rocco Morabito de Cárcel Central en 2019 y la entrega del pasaporte al narcotraficante uruguayo Sebastián Marset en 2022 podrían ser dos casos que avizoren un agujero negro en nuestro país. Las acusaciones cruzadas de gobierno y oposición respecto a esto recuerdan aquello de “Guatemala” y “Guatepeor”.

    Es irresponsable no darse cuenta de que acá se trata de un posible agujero negro donde cae el sistema entero, competir a ver quién sale mejor parado del acto corrupto es un despropósito. Lo importante no es salir bien parado sino lisa y llanamente salir. Parece que estamos lejos en ambos casos porque estamos ante ese matrimonio oscuro y maléfico que es la mafia y el narcotráfico. Si gobierno y oposición no se juntan para luchar contra eso, perderán ambos.

    Queda todavía una pregunta por hacerse: ¿por qué es tanta la diferencia con Argentina?, ¿por qué hay tantos agujeros negros allá y tan pocos acá? No tengo elementos para responder pero sí una hipótesis: el auge del método psicoanalítico clásico. Ya lo sé, suena estrambótico e imposible de comprobar, pero allá voy. En ningún país una teoría caló tan hondo y se desbordó hacia tantos lados como el psicoanálisis en el país vecino. La clave del método iniciado por Freud es ir descubriendo, en la terapia, las capas ocultas. Desmantelando la infancia traumática, los deseos reprimidos, las irracionalidades disfrazadas de razón, la sexualidad no resuelta. Para lograr todo esto, el paciente tiene que hacer una cosa fundamental: hablar. Poner en palabras el interior. A mucha gente, y es importante recordarlo, este mecanismo le hace bien. La ayuda a salir de algún laberinto.

    El problema que tuvo y que tiene esta teoría, cuando se generaliza, es que abre el campo infinito de la sospecha. Detrás de todo acto, de toda palabra, de todo pensamiento, se esconde otra cosa. Nada es lo que parece. Es así como se vive en la vecina orilla, todos desconfiando de todos, todos descubriendo las razones ocultas de todos. Todos psiconalizándose todo el tiempo. El funcionamiento de la política es el ejemplo. Nadie cree en los políticos y, al mismo tiempo, todo se vuelve política en Buenos Aires. Teñido por el manto de la sospecha constante. Todo mezclado. Opinar, denunciar, reprimir, libertad, democracia, populismo, justicia, corrupción. Allá no se hace política, se hace terapia.

    Pasan a segundo plano las pruebas, el rol de la Justicia, la diferencia de la vida pública con la privada, el “bien común”. Todo queda inmerso en una lógica psicoanalítica: hablando, sacando para afuera razones que los otros siempre interpretan en clave de sospecha, como si en realidad quisieran decir otra cosa. Nadie calla. Porque callar también es sospechoso.

    El inconsciente humano, a cuyo estudio Freud dedicó su vida, es inabarcable. No sabemos bien dónde empieza ni dónde termina. Otra cosa es la vida pública, que por definición tiene que estar realizada, concretada. En psicología importa la palabra, pero en política importa la palabra cumplida. Sin esta distinción, todo se vuelve sospechoso y confuso. Es lo que le pasa a la sociedad porteña. Si desconfiamos de todo, se hace imposible la convivencia y la justicia. Se hace imposible la trazabilidad de los actos corruptos porque desconfiaremos del trazado mismo. Fin. Agujero negro.

    Por suerte el fin de semana pasado el país vecino nos regaló una esperanza, y vino del fútbol, de esa vibrante definición que cruzaba los clásicos de Boca y River con los de Independiente y Racing. Pasó lo que nadie creía que podía pasar, dándole la razón a aquella famosa frase de Maradona de que la pelota no se mancha. El técnico saliente de River, Marcelo Gallardo, lo resumió así: “En un país donde todo se sospecha de todo, donde todo está tan cruzado, donde todo es tan mezquino, donde todo parece vacío de valores, nosotros tuvimos respeto y dignidad por la profesión y por lo que somos”. Interesante que, de un ámbito tan criticado como el fútbol, venga esa señal de confianza. No nos salva de la corrupción pero sí de los agujeros negros.