La cultura es apropiación

La cultura es apropiación

escribe Fernando Santullo

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Nº 2149 - 18 al 24 de Noviembre de 2021

El disparador de esta columna fue una cita que el amigo Gonzalo Frasca publicó hace unos días en su muro de Facebook. En una entrevista con el músico Paul Simon a propósito de su disco Graceland, en donde grabó con un grupo de artistas africanos, el entrevistador le dice al músico: “Hoy día preferimos que los artistas se mantengan dentro de su espacio cultural”. Palabras más, palabras menos, Frasca recuerda que más allá de que efectivamente puedan existir injusticias o inequidades cuando distintos “espacios culturales” toman contacto, es responsabilidad del público investigar en esas músicas que el supuesto “apropiador” presenta, en vez de quedarse solo con su versión de los hechos. Estando de acuerdo con Frasca, me interesa ir un pasito más allá y explicar por qué creo que el periodista está equivocado y por qué la idea de “su espacio cultural” es problemática.

La teoría de la apropiación cultural sostiene, dicho un poco a lo bruto, que es inaceptable que un grupo privilegiado se apropie de la cultura de un grupo menos favorecido y lucre con eso que se apropió. Un ejemplo recurrente para sostener esta afirmación es el de quienes copiaron los diseños de artesanos pertenecientes a pueblos originarios, lucraron industrialmente con esos diseños y no les pagaron un peso a esos artesanos. Más que apropiación yo a eso le llamo robo de propiedad intelectual. Sin embargo, nuestro periodista no parece estar hablando de eso. Lo que parece estar sugiriendo es que dado que la cultura está mediada por relaciones de poder entre grupos con distinto acceso a ese poder, las inequidades son inevitables y por lo tanto el único camino seguro a la justicia es que cada cultura permanezca en su sitio, sin que los grandotes abusadores se apropien de lo que crean los débiles. Es decir, estaría reduciendo la cultura a un cúmulo de relaciones de poder desiguales y poca cosa más.

Susan Scafidi, conocida autora y promotora del concepto, escribe que la apropiación cultural es “tomar propiedad intelectual, conocimiento tradicional o elementos de la cultura de otra persona sin permiso. Esto puede incluir el uso no autorizado de danza, vestimenta, música, idioma, folclore, cocina, medicina tradicional, símbolos religiosos, etc. de otra cultura. Es muy probable que esto sea dañino cuando la comunidad de origen es un grupo minoritario que ha sido oprimido o explotado en otras formas”. Nótese que en realidad el problema no sería la “apropiación” en sí sino la posibilidad de daño derivada de la posición subordinada previa del grupo débil. Es decir, de algo que no tiene relación con el hecho cultural en sí, sino con las posiciones de poder previas. Eso es algo bastante distinto de la idea de que la cultura para ser “buena” y “justa” deba consistir en “espacios culturales” en donde los artistas y creadores permanecen confinados, sin tocarse unos con otros.

Y es que la cultura es por definición “apropiación”, en el mejor sentido del término: asumir como propios aquellos elementos que nos eran ajenos. Si a uno le preocupa que los cruces culturales que construyeron, renovaron y siguen renovando la cultura hasta nuestros días sean más justos, lo que hay que cambiar son los términos de estos intercambios. Pero teniendo claro que sin intercambios no hay cultura posible. Una cosa es cuidar que la propiedad intelectual de los débiles no sea saqueada por los poderosos y otra, muy diferente, reducir la cultura a relaciones de poder y a partir de eso concluir que la reclusión en islotes aislados es el camino hacia la “buena cultura”. Eso va directamente contra la idea misma de cultura, que se basa en la comunicación, en el intercambio, en el mestizaje, en definitiva, en la posibilidad de apropiarse de lo que otros hicieron en otras partes. Y eso es algo que corre no solo para los “privilegiados”. El flamenco, música de gitanos eternamente perseguidos, se apropió de las armonías del norte de África, las cruzó con la música balcánica y construyó algo nuevo a partir de eso. Construir una infinidad de islas que, por temor a ser acusadas de apropiación, no se conectan con las demás, es ir directamente contra la posibilidad de la cultura. Para intentar introducir justicia en un terreno que ha sido históricamente injusto para algunos (no para todos, se le podría preguntar a los africanos Yossou N’Dour o a Khaled qué piensan al respecto), se está empujando una idea que dinamita la posibilidad misma de la cultura como experiencia compartida. Como aquello que realmente es.

Un argumento común cuando se plantea esta perspectiva es que se está en contra de que los débiles puedan mejorar su posición en esos intercambios. No es verdad, se puede y se debe reivindicar la necesidad de intercambios más justos. Salvo un malvado o un obtuso, nadie puede creer que las relaciones entre humanos no incluyen una dimensión de poder que puede dar lugar a inequidades indeseadas. Claro, lograr que esos intercambios sean justos es algo mucho más difícil: hay que lidiar con multinacionales, con redes de distribución muy poderosas, con dinámicas culturales y comerciales centro/periferia muy asentadas. Es mucho más sencillo asustar a los artistas y confinarlos desde la teoría al islote que les corresponde según esa misma teoría. El problema es que la cultura real, la que se crea en calles, ciudades, pueblos y campos de todo el mundo, tiene un montón de sentidos mucho más amplios, tantos que no caben en un islote. Es colaboración, es aprendizaje, disfrute personal, goce compartido, conocimiento, saber, alegría y otro gran puñado de cosas. No todo es agonística crepuscular, hija de una lectura superficial de Foucault.

Quizá el disco Graceland de Paul Simon pueda ser entendido como apropiación cultural, aunque estoy bastante seguro de que Simon pagó de manera más que adecuada a sus colaboradores, que estos grabaron voluntariamente y que autorizaron el uso de lo que grabaron. Lo grave es que calificarlo así no dice nada sobre su calidad artística, que es enorme. En ese sentido, la apropiación solo sirve para moralizar sobre el pasado desde el presente y juzgarlo según nuestros parámetros actuales. O para reducir la cultura, que es construcción colectiva, a una batalla entre sujetos desiguales y nada más. Cuando la apropiación cultural elimina todo lo que no sean relaciones de poder del análisis, su definición de cultura resulta un objeto sin vida, académico, inane.

La apropiación cultural es una idea que no sirve para describir los mil posibles variantes sociales reales que puede asumir ese vínculo que tan pulcra y simplemente define. No es dinámica y parece entender las culturas como entidades fijas. Tampoco dice nada sobre el hecho artístico en sí, sobre lo que resulta de ese cruce. Y eso es porque para la apropiación cultural cualquier cosa resultante de ese encuentro será mala, por inmoral. La teoría de la apropiación ofrece eso, una mirada moral sobre el hecho cultural y la cultura le interesa solo en tanto es un medio para denunciar una injusticia. Por eso y a pesar de lo que dice su nombre, la apropiación cultural nunca ha hablado de la cultura, solo del poder.