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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáSe ha difundido que el gobierno electo no va a ofrecer cargos a la oposición en algunos organismos públicos, entre ellos en la ANEP. No vamos a opinar sobre la pertinencia o no de esta medida, puesto que ello correspondería en primer término a los demás actores de la escena política nacional. Pero consideramos que, específicamente, el tema de la educación pública debería ser objeto de una gran política de Estado que incluyera a todos los partidos y a las organizaciones que históricamente hayan estado involucradas en la educación pública y en la laicidad como es el caso, por dar un ejemplo, del más que centenario Ateneo de Montevideo.
La situación actual de la educación pública es tal que requiere mucho más que el esfuerzo, que descontamos que será intenso y denodado, del partido de gobierno, encabezado por el presidente Vázquez.
A casi un siglo de la separación de la Iglesia y el Estado observamos con creciente preocupación que la decadencia de la educación pública laica, y particularmente la de la enseñanza secundaria, que comenzó hace varias décadas, no para de agudizarse. Comprobamos también con dolor cómo se ha seguido deteriorando en paralelo el espíritu de convivencia social, producto en parte de la inequidad pero, en buena medida, también de actitudes fundamentalistas que no deberían tener eco en este Uruguay laico y democrático, considerado en la región y en el mundo como un adalid de la libertad y la igualdad.
Mientras la laicidad se mantuvo enhiesta, hasta por lo menos pasada la mitad del siglo XX, el Uruguay vivió su época de mayor auge intelectual que lo ha distinguido internacionalmente y al mismo tiempo su época de mayor estabilidad política y social. Luego comenzó a sufrir un desgaste en materia educativa y, sintomáticamente, ello se ha visto acompañado, en una suerte de círculo vicioso, por el descaecimiento de las condiciones de bienestar para buena parte de la sociedad.
La consistente pérdida de calidad de la educación pública ha motivado el creciente y sostenido traslado hacia la enseñanza privada de aquellos que pueden solventársela, en una tendencia que comenzó tímidamente hace medio siglo y cobró fuerza durante la dictadura para luego seguir vertiginosamente en aumento, por lo menos en los últimos veinte años. Ello ha conspirado contra la más poderosa y convincente herramienta civilizadora y democratizadora con que contaba la sociedad uruguaya, simbolizada por la túnica blanca y la moña azul de los uniformes escolares o el respectivo uniforme liceal.
La laicidad educativa en la práctica, al menos como la entendemos nosotros, no debe concentrarse solo en el abstencionismo oficial frente a las religiones, como sucede en la mayoría de las actividades del Estado, sino también en dar a los educandos el oxígeno indispensable para un ámbito de convivencia, dentro y fuera de las aulas, a efectos de que la igualdad, la tolerancia y el respeto por la libertad de pensamiento del otro se constituyan en auxiliares insustituibles de una democracia real.
Si bien el espíritu de la reforma vareliana aún se mantiene en la conciencia social de los uruguayos, vemos con preocupación cómo muchos compatriotas, que defienden esos principios, envían sin embargo a sus hijos o nietos a instituciones privadas, que en buen número no son laicas. No es que actúen con hipocresía sino que reconocen que la escuela pública, y mucho menos el liceo, no responde hoy a las exigencias mínimas, lo que pone de manifiesto los riesgos inminentes que estamos corriendo. Lo más preocupante no es, al día de hoy, como pudo serlo en el pasado, la preservación del marco legal que ofrezca garantías para la supervivencia de la laicidad en el Estado. Lo verdaderamente alarmante es el estado de deterioro en que se encuentra la educación pública, que debería ser la primera línea de ese “combate laico”, utilizando la denominación que con tanta certeza empleara el Esc. Jaime Monestier, desde el título de una publicación sobre Varela, que recibiera el Premio del Ministerio de Educación y Cultura.
Los principales perjudicados del deterioro alcanzado siguen siendo los hijos de los ciudadanos más carenciados que en la primera mitad del siglo XX habían tenido en el sistema educativo nacional el aliado más firme para superar la brecha económica y social en procura del cumplimiento de metas y sueños que, sin el aporte de las aulas, hubieran resultado francamente inalcanzables, como está sucediendo actualmente, acentuando la brecha y produciendo cada año decenas de miles de ciudadanos que se forman relegados socialmente.
Porque, como resultado de la sumatoria de los desaciertos que se han venido acumulando durante medio siglo, unos ochocientos mil uruguayos, que según estudios bastante recientes son aquellos que no tienen otra opción que la escuela pública, están condenados a un futuro de segunda o tercera clase para sus hijos.
Mientras que en los países desarrollados se dan unos 220 días de clase, en Uruguay, en el mejor de los casos, los días lectivos alcanzan a 170 por año. De 100 estudiantes apenas 39 terminan el liceo. Entre los más pobres el porcentaje de culminación de la Secundaria baja abruptamente al 6% de los jóvenes, cuando en Chile el 60% termina el liceo entre los pobres y en Argentina el 42%.
A pesar del presupuesto multimillonario asignado actualmente para la educación pública, hay muchachos que van a liceos que se llueven y que tienen baños que se inundan. La deserción parece imparable aunque la crisis edilicia tampoco contribuye a reducirla. Aunque el porcentaje del PBI de lo asignado a la educación ha aumentado considerablemente, los docentes alegan, con algo de razón, que sus salarios son insuficientes, y reclaman también sobre otras carencias que dificultan su labor. Si bien los fondos para la enseñanza están en el Presupuesto, en niveles muy superiores a las asignaciones históricas, evidentemente se gastan muy mal porque los resultados son peores ahora que cuando no estaban estos fondos. Y quienes deberían controlar que se gaste bien, parecen formar parte del descontrol.
La actual situación llevó en 2013 al presidente de la República, José Mujica, a expresar con absoluto candor que: “Personalmente consideramos que la enseñanza en Uruguay termina siendo una víctima estructural de una formidable centralización burocrática, que termina siendo paralizante”. Pero estas expresiones, que encierran, a nuestro juicio, una gran verdad, no sustituyen el abordaje adecuado del tema, que exige un enfoque integral de la problemática. Esa centralización a la que aludía el presidente Mujica no ocurrió por arte de magia ni por obra de la naturaleza. Ha sido el resultado de los desaciertos acumulados en cinco décadas, casi sin solución de continuidad, aunque ahora se presenta con una virulencia casi descontrolada.
Consideramos que el poder político ha sido asociadamente responsable de este statu quo. Y por supuesto que no nos referimos sólo al actual partido de gobierno, porque la crisis en la educación lleva medio siglo, sin solución de continuidad, salvo la frustrada reforma que promoviera el sociólogo Germán Rama a finales del siglo pasado. Estimamos que, aunque se reparta dinero entre los más desprotegidos, no se puede hablar de que la justicia o la movilidad social estén funcionando, en un país donde solo el 6% de los pobres termina el liceo. Ello, por sí solo, genera una situación que debe preocupar y alarmar a toda la sociedad y no solamente por un imprescindible sentimiento de solidaridad social, que los seres humanos, por nuestra mera condición de tales, deberíamos albergar. Sino también por un mero instinto de conservación, ya que la seguridad ciudadana, tan puesta en jaque en la actualidad, se verá cada vez más vulnerada si asistimos impasibles a que nuestras calles se sigan desbordando con jóvenes que encuentran en el camino del delito el único medio para satisfacer sus necesidades.
Mejorar sustancialmente la Educación, ya y ahora no debería ser un eslogan a utilizar políticamente sino un imperativo de solidaridad social que todos debemos asumir y, si bien es una tarea ardua y difícil, la misma no admite más postergaciones y es el gran desafío que tenemos por delante en este siglo XXI.
Observamos cómo ciertos docentes —una minoría por cierto, pero que han ocupado u ocupan posiciones estratégicas de dirección en los sindicatos y también en algunos casos en los organismos de dirección— parecen desconocer todo lo que se comprometieron a defender, primero cuando se formaron y luego cuando fueron nombrados en sus cargos.
El ejemplo de lo acontecido con la reforma de Rama, a quien le sobraban credenciales para conducir ese proceso, es harto indicativo del nudo gordiano del problema a resolver. Más allá de las excusas que se pretenda argüir en su contra, como su estilo o su fuerte carácter, quizás algo egocéntrico o personalista, se debe resolver el tema del empecinamiento sindical y la clase política toda debe tomar cartas en el asunto.
Como última reflexión digamos que, además de proteger la laicidad de ataques externos, debemos, en línea con las mencionadas expresiones del presidente Mujica, defenderla de la politización corporativista y centralizadora que no solo constituye un ataque a la propia laicidad sino, por añadidura, a “los más infelices”, quienes, como nos enseñó y mandató don José Artigas, deberían ser “los más privilegiados”.
Debemos revisar, entre todos, los viejos paradigmas y adaptarlos a las necesidades del siglo XXI, pensando en los más carenciados, para que la educación vuelva a ser un factor democratizador e integrador. De pronto, el esfuerzo debería ser impulsado desde la sociedad civil, o apoyado en ella, con la lógica intervención del Poder Ejecutivo pero en consulta con un panel de instituciones afines a la temática educativa y laicista, con la aquiescencia y el compromiso de los actores políticos de todos los partidos y corrientes de opinión del país. Porque quizás esa sea la forma de asegurar la concertación de una verdadera política de Estado en educación pública que no dependa del humor ni de los tiempos políticos del partido que obtenga el triunfo electoral, porque esta no es una tarea para cinco años. Aunque es una labor en la que nadie que pueda cooperar debe ser, ni sentirse, excluido. Hay que empezar de nuevo, para rescatar a la educación pública de la situación en la que, entre todos, la hemos puesto y no refugiarnos en el recuerdo de pasados lauros, cuya única utilidad a nuestro criterio es hacernos pensar que si pudimos obtenerlos alguna vez, la tarea no es imposible. Pero tenemos que dejar de cometer los mismos errores y comenzar a actuar como nos enseña el proverbio oriental cuando dice que “un viaje (a pie) de mil millas comienza con el primer paso”.
Gastón Pioli