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    La fiera ruge

    Columnista de Búsqueda

    Nº 2213 - 16 al 22 de Febrero de 2023

    Fue en en la periferia de Haití, lo vi con mis propios ojos cuando ya era un cadáver calcinado humeando en el medio de la calle. Un grupo de personas lo había capturado, golpeado y quemado vivo acusándolo de haber hecho desaparecer a un niño. No hubo un tribunal, no hubo pruebas ni una sentencia proporcional, no hubo ninguna garantía, solo unos neumáticos como collar, algo de combustible, alguien acercó el fuego. Porque un pueblo sumido en la Edad Media, sin instituciones, sin policía y sin Estado, solo encuentra la compensación de su ira en la venganza. Empieza con un runrún, el murmullo corre de casa en casa, la multutud saca los palos y las antorchas, la fiera ruge y sale a buscar un culpable. No sé si fue el caso, pero no sería la primera ni la última vez que después de una muerte atroz se haya descubierto la inocencia del ejecutado.

    Siempre resulta tranquilizador saberse del lado de los buenos, pensar que uno está en el sitio correcto, que desde ahí puede dar cátedra de moral y hasta pedir la cabeza de los malos. La condena más dura posible. Así, amparados en el grupo de los bienpensantes de las redes sociales, lo que era “sed de venganza” cambia su nombre por “justicia”. Lo vimos en estos días, la patota que ruge contra la patota de los condenados por el asesinato de Fernando Báez Sosa en Argentina. Es la otra manada que patea la cabeza de los imputados hasta conseguir la condena penal más dura, son los que claman por recluirlos en cárceles donde sean golpeados, torturados y violados, pero eso sí, en nombre del bien.

    Frente a un delito que toca fibras de la emoción (la desaparición de un niño, el crimen de un joven o de una mujer), la opinión pública se enardece, exige a los tribunales las máximas sanciones. Y el resultado, en este caso la prisión perpetua para cinco de los agresores puede ser reparador para la familia de la víctima, hasta una advertencia social para quien se sienta tentado a cometer esos delitos. Pero ¿es así, realmente? ¿La violencia se modera con fallos cada vez más severos? ¿Existe una relación causa-efecto entre uno y otra?

    Se sabe, por ejemplo, que las rigurosas condenas a los femicidas, tras la incorporación de la figura en los Códigos Penales, no redujeron los femicidios. En términos generales, las cifras parecen indicar que la dureza de las penas no disuade a quienes van a delinquir, y que el punitivismo extremo del derecho no es la solución al problema. Pero así está planteado, así funcionan nuestros sistemas penales que, en la realidad de los hechos, solo prevén el castigo como respuesta al daño, como forma de equiparar la balanza de la justicia.

    En un principio, la función punitiva la ejercían los particulares, era la llamada venganza privada con la que cada familia, cada clan, cada grupo se protegía y hacía justicia por mano propia. En un estadio posterior surge la ley del talión, un esfuerzo intelectual para establecer una proporcionalidad entre el daño de la víctima y el daño a sufrir por el victimario. Y más adelante aparece el concepto del monopolio estatal de la represión: el Estado asume la solución de los conflictos y prohíbe cualquier forma de venganza privada. Es el Estado quien administra la justicia, quien detenta la “violencia legítima” como encargado de velar la paz social, quien elige las penas que se inflige que llegan a la prisión perpetua y hasta la ejecución del culpable.

    Tratemos entonces de situarnos en un lugar incómodo, de poner en tela de juicio la utilidad de las penas más duras por las que claman los tuiteros iracundos, no sin antes advertir a los posibles indignados que este cuestionamiento no va en la línea del abolicionismo del derecho penal. Simplemente se plantea una reflexión, ¿los castigos más severos resultan más eficaces para desterrar el delito?

    El sistema penal actual da una respuesta binaria a la problemática: crimen-castigo. El proceso judicial tradicional y la condena son necesarios, nadie lo niega, pero no resultan suficientes. Hace décadas que se habla de la necesidad de introducir buenas prácticas, espacios de diálogo, reflexiones colectivas que respondan a las necesidades de víctimas y victimarios, de generar cambios en los modos de relación de la sociedad. Dicho así suena a cháchara, a medidas tan genéricas como inútiles, parecen ideas superficiales y autocomplancientes sacadas de la web de una ONG. Sin embargo, en ese discurso abstracto subyace una verdad difícil de rebatir: el método tradicional exclusivamente punitivo no alcanza para frenar el delito. Habrá entonces que cederles la palabra a los expertos en detrimento de los justicieros de las redes, desmontar las teorías vengativas y explorar otro tipo de respuestas, priorizar las corrientes rehabilitadoras, la conciliación y mediación, empezar a pensar en una justicia que, sin dejar de ser punitiva, empiece a ser más restaurativa.

    Aquel día, cuando acerté a pasar por una calle en el sur de Haití, la comunidad ya había perpetrado su propia justicia, sin tribunal, sin pruebas, sin garantías. A la fiera le bastaron algunos rumores, los discursos de odio, la incapacidad de dirimir conflictos entre vecinos para quemar a un ser humano. Y ese es el peligro cuando el bosque de la ira tapa el árbol de la reflexión.