La “ley de violencia de género” degeneró en violencia

La “ley de violencia de género” degeneró en violencia

La columna de Gabriel Pereyra

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Nº 2217 - 16 al 22 de Marzo de 2023

“Mamá, tengo hambre”. La chiquita tendría cinco años, estaba en la falda de su madre de una edad indefinida, como ocurre con esas mujeres a las que la vida les pasó rasposa por adentro y por afuera. Estaban en una sala repleta de otras mujeres, en un juzgado de Familia, esperando que el juez las recibiera. Ocho, nueve horas esperando en ese lúgubre local. Al final le tocó el turno. Una hora después estaba otra vez sentada en esa sala. “Le van a poner una tobillera pero a mí me dan el aparato luego de que le pongan eso a él. Y me dicen que como hay un único móvil para poner la tobillera puede demorar cuatro o cinco horas en venir. Que me vaya y me avisan para volver”. O sea, tenía que volver a su casa en la periferia y, cuando la llamaran, regresar, para luego volver otra vez. Imagino que lo haría cargando con la nena. “Mami, tengo hambre”. Se fueron de madrugada. Antes, diseñó su estrategia con su abogado en los corredores del juzgado, delante de decenas de personas, a los gritos a veces, exponiendo sus miserias en público, cruzándose con su agresor. Víctimas como ella tienen que declarar hasta tres veces su odisea en una revictimización innecesaria. El esposo fue acusado sin tener un abogado. No había abogado para él. Para él como para ocho de cada 10 acusados por violencia de género no hay abogados de oficio. No alcanzan. Si se consiguiera uno, podría anular el juicio porque lo sometieron en esta democracia, cuasi perfecta, a juicio de los burócratas que puntean los males sociales y las virtudes como si le pusieran puntos a una murga en el torneo de carnaval. Ni la última dictadura militar se animó a tanto: acusar y enviar a la cárcel a ciudadanos sin permitirles tener una defensa. ¿Qué siente un juez cuando baja el martillo ante un hombre indefenso? Un brutal abuso de poder del Estado contra el ciudadano.

Lo escribo y, si bien en 35 años de periodismo he visto y oído de todo, no puedo creer cómo es posible que eso ocurra en el Uruguay del siglo XXI.

Luego, los así condenados, muchos de ellos analfabetos (la mitad de los presos lo son), sin asesoramiento, sin entender bien sus limitaciones, incluso aceptando y queriendo cumplir la sanción, de pronto se toman un ómnibus que no deben porque pasa por la esquina de donde vive su mujer, la tobillera suena y se ganan una sanción porque nunca entendieron nada del juicio al que fueron sometidos.

Uno de los lobbies más poderosos que acciona en los últimos años, el del feminismo, la nueva revolución de estos tiempos, logró que se aprobara una “ley de violencia de género”, pero a la uruguaya: una sociedad donde cada vez se aprueban más leyes que, se sabe de antemano, no podrán ser aplicadas por falta de presupuesto, por falta de inspectores, por falta de criterio. La Ley de Salud Mental es otro ejemplo brutal. Así, los que hacen la ley son los primeros en depreciar su valor.

A pesar de la fuerza de este colectivo para hacer respetar derechos que le fueron conculcados por años, se conformó con una ley que, sus líderes bien lo sabían, no se iba a cumplir sin presupuesto. Y así está hace seis años. ¿Qué pasa con las dirigentes encargadas de orientar las presiones? ¿Será que así como son mujeres también son integrantes de la elite gobernante o la elite política, social, económica que no sufren las llagas del sistema?

Porque ni ellas ni la gente con las que se codean sufrirán buena parte de estos males que la ley dejó vacíos. No serán atendidas por abogados de oficio en corredores, ni deberán cargar a sus hijos al juzgado ni carecerán de dinero para comprarle algo de comer luego de 12 horas en ese cuarto sin ventanas.

Lejos estoy de pretender endilgarles la responsabilidad de lo que sigue ocurriendo. Solo digo que la violación al Estado de derecho en la atención a los victimarios y a los derechos de las víctimas es tan grotesca que no puedo más que inscribir esta ley y sus carencias en el mismo ámbito en que están los grandes problemas que el país arrastra desde hace décadas: la educación, la pobreza infantil, esta decadencia del sistema de Justicia.

Todos tienen un común denominador: solo afectan en serio a los más pobres.

Quienes podrían solucionar esos problemas a través de un gran pacto nacional que deje los intereses políticos en un segundo lugar no sufren directamente esos males. La mayoría no manda a sus hijos a liceos públicos, sus hijos no integran la niñez desvalida y se pueden pagar abogados privados que los atiendan en un estudio y no en pasillos, de parados, delante de todos.

Puede que haya una preocupación política que se termina excusando en “hicimos lo que pudimos y no fue suficiente”, pero no se advierte una preocupación humana.

¿Qué otra explicación racional hay de que las elites no pongan toda la carne en el asador para que sus hijos al menos vean algún cambio y vivan en un país mejor que ellos? ¿Qué razón hay para que permitan que haya gente que vaya presa sin una defensa y no hagan nada? Que ese mundo les es tan ajeno que no atinan a ver la gravedad institucional a la que nos enfrentamos. Estamos ante una emergencia institucional que no movió a nadie, como sí ocurrió con un guardaespaldas corrupto; el sociólogo Fernando Filgueira propuso una emergencia alimenticia: cero reacciones. Los expertos anuncian que hay que invertir en primera infancia: apenas una diputada tomó el tema como bandera.

La elite gobernante parece por momentos que juega al poder, refugiándose en el voto obligatorio, proponiendo ampulosos programas de gobierno para una población a la que cada vez le cuesta más interpretar un texto. Lo que hace más increíble esta displicencia es que los que manejan el poder saben que le están legando a sus propios hijos un país cada vez peor en sus aristas más agudas, un país que ha naturalizado los aplausos y festejos a leyes que son una jugada para la tribuna, asesinatos a la mexicana, niños muertos por balas perdidas, ciudadanos indefensos ante la Justicia. Pero por ahora todas esas cosas son ajenas a quienes tienen la responsabilidad de encaminarlas. Por ahora pasan lejos. Por ahora pasan. Por ahora.