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Ovidio ratificó la teoría que luego fue desvelo de los historiadores de la religión y de la literatura consistente en afirmar que la metamorfosis es el fundamento más profundo de toda la mitología primitiva. Es claro, sin embargo, que el poeta está bien lejos de ser un narrador tan ingenuo de mitos antiguos como para que el motivo de la transfiguración pueda tener para él un significado accidental o inmediato. Todas estas interminables transfiguraciones, surgiendo a cada paso y formando un montón difícil de ver, no fueron dictadas por las mismas interminables vicisitudes del destino de las que estaba llena la historia romana en tiempos de Ovidio y de las cuales supo dejar una huella imborrable. Con cierta propiedad se puede suponer que fue precisamente esta disposición inquieta y ansiosa del poeta, esta voluntad de fugarse de las hostilidades del mundo, aquello que lo obligó a representar en el campo de la mitología todo tipo de vicisitudes de la vida sin obligarse a sostenerlas en anclajes visibles.
Antes de Ovidio, y aun en su propio tiempo, hubo autores que jugaron al juego de las metamorfosis para comentar la realidad, satirizarla, para alabar o censurar conductas públicas y privadas, para burlarse reflexivamente sobre el misterioso destino de los humanos. En esa legión estuvo Hesíodo, Calímaco, Eratóstenes. De ellos ninguno fue tan escéptico ni tan racionalista ni tan distante como Ovidio, que escribió sus metamorfosis como poeta pero que acabó procesándolas como filósofo, meditando críticamente en las actitudes y, principalmente, al igual que antiguos trágicos griegos, en los valores y conflictos de valores que entran en escena.
A su favor hay que observar que en tiempos de Augusto la parte civilizada de la sociedad romana ya no podía creer en la mitología ni aceptaba sus mecanismos; consideraba esos relatos como un entretenimiento indigno de la atención estudiosa: una cosa es amar a Grecia y otra muy distinta es cargar con la literalidad de sus viejos símbolos. El poeta se sintió picado por ese contraste y lo dotó del espeso rigor de ciertas premisas que retan a los lectores a plantearse ideas y dilemas intelectuales que desde la inmediatez de la anécdota fantástica remontan hacia el sentido de la existencia en un mundo más desconcertante, menos previsible. Ovidio se basa en un eje de contenidos que es producto de su apasionado y desmedido trato con las ideas de Pitágoras. Ese fervor le confiere cohesión a todo su esfuerzo conceptual por fuerza del pormenor de los relatos.
La línea se funda en cuatro marcadores bien exactos: indestructibilidad de la materia; su eterna variabilidad, basada en la constante transformación de unas cosas en otras (manteniendo, sin embargo, su sustancia básica); eterna reencarnación de las almas de un cuerpo a otro. Desde ese lugar de preferencia habrá de verter sus ideas principales, que tienen que ver con el individualismo, la renovación cíclica de la vida, el movimiento y la transfiguración incesante, eterna. Así, informa que nada en el universo permanece sin cambios. Como un río que nunca puede detenerse, el tiempo fluye constantemente. La noche y el día son diferentes; el sol es de diferentes colores en diferentes momentos y la luna tiene diferente tamaño y forma en diferentes momentos. El año tiene cuatro estaciones, comenzando con la primavera juvenil y terminando con el invierno envejecido.
En el famoso discurso del decimoquinto libro, Pitágoras habrá de sostener que el tiempo y la descomposición convierten la materia en animales. Si una persona cava una zanja y entierra un toro muerto, nacen abejas por todo el cadáver en descomposición. Las hojas albergarán los capullos que luego se convertirán en mariposas y el barro dará a luz a los renacuajos que se convertirán en ranas; no le alcanza el tiempo del día para contar todas las transformaciones del universo. Dice que las civilizaciones también suben y bajan. Troya era rica y poblada, pero ahora está humillada y reducida a ruinas antiguas. Esparta y Atenas se han ido. Ahora, Roma está surgiendo, cambiando su forma y creciendo constantemente. Cuando Troya estaba cayendo, Príamo predijo que no caería del todo, sino que viviría en Eneas, quien la forjaría de nuevo en una tierra extraña. Roma comenzó de esta manera y Julio continuará haciéndola poderosa antes de ser elevado a los cielos como un dios. De esta forma, siguiendo las paradojas de la razón hegeliana, el filósofo imantado por el poeta nos vendrá a defender la verdad consagrada en la Eneida: los griegos ganaron la guerra de Troya en puro beneficio de los troyanos.
