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    La mujer justa

    Columnista de Búsqueda

    Nº 2122 - 13 al 19 de Mayo de 2021

    A los hombres de Francia a priori les resultó ingrato ser gobernados por mujeres; por eso preciosamente atesoraron la antigua Ley Sálica Merovingia, en uno de cuyos capítulos se establecía la prohibición a las mujeres de heredar el trono de Francia. Esto, sin embargo, no ha impedido que las mujeres gobiernen el reino en calidad de regentes de eficaz gestión y con una voluntad las más de las veces absoluta. Allí están Blanca de Castilla, la temible Catalina de Médici y su parienta, no menos intrigante, la viuda de Enrique IV y amiga de Richelieu, María de Médici.

    Todas ellas tuvieron el privilegio de ser madres cuando sus hijos debieron heredar en edades muy tempranas; no es el caso de Luisa de Saboya, que a diferencia de esas afamadas regentes nunca ostentó la corona y, he aquí el detalle más significativo a su favor, consiguió gobernar muchos años con gran holgura de poder y con mano firme aun cuando su hijo fue mayor de edad. Parte de la grandeza con la que honramos la memoria de este rey culto, disipado y amigo de las artes se la debemos no a su genio sino a su mamá, que supo orientarlo por los sinuosos caminos de la intriga oportuna, de la celada inteligente, de la diplomacia más astuta. Si François I fue el gran monarca del Renacimiento, el mecenas de los artistas, el protector de los años venerables de Leonardo, el iniciador de las grandes reformas en la administración de Francia, es porque a su lado y a su mando estaba una mujer que supo lidiar a sus anchas con la discriminación, con la adversidad, con los pringosos recursos de la política subalterna, a la vez que estaba dotada de una mente estratégica capaz de discernir soluciones donde otros veían encierros o frustraciones.

    Louise nació el 11 de septiembre de 1476. Su padre era Felipe, Conde de Bresse, hermano menor del Duque de Saboya. Su madre fue Margarita de Borbón. El conde estuvo fuera de casa durante largos períodos de tiempo y la madre de Louise murió de tuberculosis cuando Louise tenía siete años y su hermano Philibert cuatro; a su regreso el padre los envió para que fueran educados y criados por Anne de Beaujeu, la formidable hija del rey Luis XI. Mientras estuvo al cuidado de esta implacable parienta, Louise recibió una educación de gran calidad en el castillo de Amboise con Margarita de Austria, la prometida de Carlos VIII y otras niñas de la casa. Louise era una ávida lectora, y como era bonita y de buena sangre a los once años su prima mayor le elige como marido a Charles d’Orléans, conde de Angoulême y gobernador de Guyenne. Carlos era bisnieto del rey Carlos V, por lo que era un Príncipe de la Sangre y estaba en la línea de heredar el trono si el actual rey de Francia moría sin herederos varones. Y esto es lo que ocurriría. Su hijo François nació en Cognac el 12 de septiembre de 1494. Louise se dio cuenta de que su hijo podría algún día ser rey de Francia y, a partir de ese momento, puso su corazón y su alma en la vida de François, al que desde su cuna ya le decía “mon Roi”, “mon Seigneur”, “mon Cesar”, “mon fils”, en ese orden.

    Los primeros 15 años del reinado de François I son los del dominio de Luisa de Saboya en el Consejo y la diplomacia real. Louise gozaba del absoluto desprecio y en cierto sentido del miedo de su nuera, pero jamás hizo caso a la pequeñez doméstica; su misión era la grandeza de François, y bajo esa enseña gobernó al frente de un consejo que ella controlaba muy bien. Tal es lo que testimonia un excelente estudio que busca poner luz sobre esta gran admiradora del arte italiano, que aprendió a amarlo de niña a través de las obras que Carlos VIII y Luis XII trajeron de Italia e instalaron en los castillos de Blois y Amboise. Louise, como lo indica ese trabajo que acabo de leer y que recomiendo (Louise de Savoie: 1476-1531, de Pascal Brioist, Laure Fagnard y Cédric Michon, Presses Universitaires, 2015) ha sido criticada por haber gastado más de lo que permitían los ingresos del reino, por aplicar al arte y a los artistas los difíciles ingresos fiscales, por gobernar a su antojo y con base en camarillas que supo manipular, por mantener a Francia perpetuamente endeudada, pero aun así fue admirada y hasta querida porque impulsó esa soberbia y ese orgullo en François que dará al país una luz y una influencia en el resto de Europa como ningún otro país pudo alcanzar entonces. Ni siquiera la exaltada España de Carlos V.