Nº 2135 - 12 al 18 de Agosto de 2021
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáEs verdad que el embrión de lo que llamamos tango germinó entre músicas y cantos de esclavos africanos llegados a Brasil, Argentina y Uruguay, creciendo cuando alcanzaron su libertad.
Es verdad que esos sonidos rudimentarios recibieron, años más tarde, la influencia del criollismo basado en la milonga, el estilo y la vidalita.
Y es verdad que el tango adquirió su forma definitiva gracias a las polcas, zarzuelas, mazurcas, valses y tarantelas derramadas por la impresionante corriente inmigratoria europea que llegó, aproximadamente, entre las décadas de 1860 y 1920, inundando, sobre todo, a Montevideo y Buenos Aires. Por algo hay consenso: el inicio del tango clásico, la llamada Guardia Vieja, ocurrió con el estreno de El entrerriano, de Rosendo Mendizábal, en fecha incierta de 1897.
Pero hay otra verdad no tan presente en la memoria colectiva, sombreada por el olvido, que me parece interesante rescatar: el aporte a la evolución del tango de la música clásica.
Si se quiere describirlo es inevitable —como una forma necesaria aunque tal vez injusta de sintetizar la historia reduciendo hechos y nombres de protagonistas— apelar a la peripecia de Astor Piazzolla.
He escrito en abundancia acerca del autor de Adiós, Nonino, así que sacaré a luz solo ciertos detalles imprescindibles.
Hallé por casualidad un viejo reportaje a Piazzolla. Cuenta que en 1940, con 19 años de edad y ya integrado a la orquesta de Troilo, supo que estaba en Buenos Aires nada menos que Arthur Rubinstein, una de sus admiraciones, intérprete de los sonidos de Bach, Mozart, Beethoven y tantos más, que lo enamoraron desde que, en 1932, conoció a Terig Tucci, director musical de los filmes de Gardel.
Sin aviso, se presentó a la una de la tarde donde se alojaba el pianista. Este lo recibió en pijama, con una servilleta al cuello manchada de salsa de tomate: estaba almorzando fetuccini. No obstante, lo hizo pasar, le ofreció asiento, terminó su comida y luego, de muy buen talante, conversó con el joven en inglés, idioma que Piazzolla hablaba con fluidez. Rubinstein le dijo de su propio gusto por el tango, al punto que tocó en un piano que adornaba el living varios tramos de temas de Arolas y de Cobián. Pero Piazzolla, impaciente, le confesó que le interesaba más saber de música clásica. Rubinstein, sonriendo, le aclaró que eso llevaba tiempo del que él no disponía y le dio una recomendación para Juan José Castro, el maestro de más prestigio entonces en la Argentina; pero el encuentro con Castro fue una decepción: demasiados alumnos y trabajo; por ello lo derivó a Alberto Ginastera.
Y se hizo la luz para Piazzolla.
Con Ginastera estudió cinco años y aprendió mucho sobre pizzicatos, contracantos, acciacaturas, rubatos y trinos barrocos. Luego, gracias al dinero que ganó tocando con Pichuco, viajó a París para estudiar armonía con la famosa Nadia Boulanger, docente, compositora y directora de orquesta, a quien pertenece, al menos en la leyenda, esta frase:
—Mire, usted ya sabe bastante de música clásica. Pero dedicarse a ella no es para usted. Aplíquela, pero lo suyo es el tango.
El resto es más conocido. Volvió, dejó a Troilo, formó su primera agrupación para acompañar al cantor Fiorentino, cerró esa etapa, a inicios de la década de 1950 vivió de arreglar dos o tres tangos ajenos por año —época en que compuso Para lucirse, Prepárense, Contrabajeando, Lo que vendrá y Triunfal— y en 1955 formó su famoso Octeto. No se detuvo hasta su muerte, y sus obras siempre estuvieron impregnadas por la música sinfónica, aunque desde su casual relación con Gerry Mulligan, también por el jazz. Y así encabezó la última evolución del tango clásico. Después de él, hasta hoy, solo ha habido, con valor propio, claro, recreaciones, fusión y búsquedas siempre influidas por alguno de los grandes creadores del pasado.
Al final, quiero disimular aquella reducción de protagonistas a la que aludí.
Hay un viejo video de Rubinstein hablando del tango. Toca fragmentos de un tema de Cobián, seguido del Opus 61 de Beethoven, destacando con el sonido más que palabras algo que siempre creí saber: otros hombres del tango —Arolas, Bardi, De Caro, Rovira, además del autor de Los mareados y de Astor— se apoyaron en el aporte de la música clásica para sus mejores obras: El Marne, La última cita, Boedo, A Evaristo Carriego…