N° 2048 - 28 de Noviembre al 04 de Diciembre de 2019
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáHay escritores que lucen mediocres en un determinado género literario y sin embargo resplandecen en otro; ocurre también que más allá de las especies discursivas observan sus características dominantes bajo todas las denominaciones ensayadas, esto es, cada perspectiva o estilo o apertura corresponde siempre a la rúbrica identificable, personal del individuo. Tal es el caso en que encontramos a Denis Diderot ejerciendo de manera pionera ese género nuevo llamado crítica de arte; vemos en esos interesantes escritos las mismas formas de manifestarse y los mismos límites que verificamos en el resto de su vasta producción. Hay rasgos que denuncian claramente la singularidad de su estilo, como por ejemplo la exposición finamente analítica y a la vez veladamente irónica y, de manera todavía más notoria, la absoluta carencia de imaginación creadora, que en su caso no es un defecto pues compensa con una poderosa imaginación reproductora, mimética.
Sabemos que para desarrollar esta cualidad —que en Diderot es una seña de excelencia— se necesita siempre de una emoción externa que conmueva su yo íntimo. Y aquí tenemos el mejor caso de esa virtud: un buen día Diderot vio en acción al gentilhombre Jean Francois Rameau y le alcanzó para inmortalizarlo con exasperante y plástica exactitud; quienes estamos familiarizados con su obra somos conscientes de que hubiera sido incapaz de inventar un personaje con las características con que presenta al bohemio y curioso individuo cuyo principal mérito en principio consistía en ser sobrino del infinito compositor de Les indes galantes. Cierta tarde en el café de la Regencia se lo presentaron, rápidamente descubrió afinidades y no tardó en sentir su amistad; quedó tan impresionado por las vetas de sagacidad y humor que no tuvo más remedio que tomar la pluma y ponerse a escribir. La obra Le neveu de Rameau (Livre de Poche, 2001) que tiene a este Rameau por protagonista, aunque está planteada en formato de novela dialogada, no pertenece genuinamente a un género determinado —no es biografía, no es semblanza, no es aventura— sino que incluye en ella elementos tan distintos como sátiras, doctrinas, ideas, descripciones, anécdotas, disertaciones pedagógicas que nunca podría haber estampado con tanta frescura de no haber mediado la presencia real de un personaje real postulando esos polémicos y atrevidos extremos acerca de la verdad, del poder, de la general credulidad de los hombres.
La inauguración de la crítica de arte y el estreno de su fundador Diderot se debe a las múltiples inquietudes de Friedrich Melchior, barón von Grimm, uno de los más influyentes animadores culturales de la ilustración, a la sazón amigo y con harta frecuencia mecenas y acreedor de nuestro escritor. Este personaje tenía buenos y también dudosos méritos: entre los primeros se halla haber introducido a los pequeños hermanos Mozart (Wolfang y Nanneri) en la corte del duque de Orléans, asegurándoles una buena paga por sus actuaciones; estimular a los pintores y escultores de su tiempo mediante sus conexiones con la nobleza para que las obras fueran conocidas, apreciadas y compradas a precios exorbitantes; servir y eventualmente amar a la famosa madame d’Épinay, árbitro de los grandes salones culturales y sociales de París; entre los defectos, el más imperdonable es haber cultivado durante demasiado tiempo la amistad (si es que la palabra cabe en un ser tan despreciable) con Rousseau, del que se vio felizmente traicionado y difamado luego de haberlo asistido en numerosas ocasiones. La coincidencia de este agravio con la inquina bien justificada que también había generado en Diderot la inmoralidad y los delirios de Rousseau unieron a ambos intelectuales en un rol que se repetiría por cerca de una década: Grimm pagaría y Diderot escribiría cuanto se le pidiera en el lapso más breve.
Es así que comienza para el mundo este camino nuevo que es la crítica de arte. La idea de Grimm consistía en mantener informada a las cortes de los principados alemanes, de Austria, y de varios reinos del este europeo acerca de las novedades y bellezas que se gastaban en el Salón de París. Todo cuanto allí se exhibía era rápidamente reclamado o replicado de alguna forma en esos destinos culturalmente más esmirriados. Entre 1759 y 1781 Diderot comentó estas jornadas organizadas por la Academia de Bellas Artes que tenían lugar durante un mes —desde el 25 de agosto, el día de San Luis— en el Palacio Louvre, en el Salon Carré.