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    La poesía está en el aire

    Nueva edición de El principito con juegos virtuales e ilustraciones originales del autor

    El 31 de julio de 1944, Antoine de Saint-Exupéry se desvaneció en el aire. El hecho, indudablemente trágico, tuvo a la vez su costado simbólico, porque el aviador pasó su vida pensando y escribiendo sobre la aventura humana y el destino a partir de sus propias experiencias. Un año antes, había publicado en Estados Unidos El principito (Le Petit Prince), y nunca supo, ni se imaginó, que su nombre iba a quedar por siempre vinculado con ese libro, uno de los más célebres de la literatura universal.

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    Pero hay que detenerse en las publicaciones anteriores de Saint-Exupéry, escritas con un naturalismo reflexivo y poético, para comprender la filosofía que plasmó en El principito. En ellas dejó rastros del significado que le daba a la aviación, de su participación en la II Guerra Mundial y de su actividad periodística, pero también de su visión del mundo, de la amistad y de su búsqueda del absoluto a través de la acción.

    Nacido en Lyon en 1900, desde muy joven sintió atracción por la mecánica y los aviones. Se hizo piloto a los  21 años, cuando estaba haciendo el servicio militar, y poco tiempo después comenzó a trabajar en la compañía Aéropostale, donde transportaba correo entre Toulouse y Senegal. Sus variadas escalas inspiraron crónicas y narraciones, como su primera novela, Correo del Sur (1928).

    Fue por ese trabajo que se  vinculó al mundo latinoamericano, cuando lo nombraron director de Aeroposta Argentina, con sede en Buenos Aires. Allí nació su romance con Consuelo Suncín, una escritora y artista salvadoreña, con quien se casó. También de aquella estadía bonaerense nació una de sus más exitosas novelas, Vuelo nocturno (1931), que cuenta la vida de tres pilotos postales.

    Con el tiempo se vio en este libro una premonición del destino del propio autor, porque uno de sus protagonistas, Fabien, encargado de unir la Patagonia con Buenos Aires, no logra llegar a destino por una tormenta. Lo atractivo de la historia no está solo en su anécdota, sino en la forma sugerente en la que narra las vivencias y sensaciones que sentían aquellos hombres en el cielo. “Una vez más, el piloto no experimentaba, en el vuelo, ni vértigo ni embriaguez, sino el trabajo misterioso de un cuerpo vivo”, dice el narrador.

    Después de publicar Vuelo nocturno, Aéropostale cerró y Saint Exupéry se volcó al periodismo. Hizo reportajes para varias revistas sobre Vietnam, Moscú y la Guerra Civil Española, que se publicaron en Tierra de hombres (1939). Pero mientras escribía nunca dejó de pilotar. Durante la II Guerra Mundial se unió a la aviación francesa, y cuando la ocupación nazi de su país, se refugió en Nueva York donde escribió en 1942 Piloto de guerra.

    Pero fue en Carta a un rehén (1943) donde plasmó su concepto de la amistad y describió el paisaje brutal y atractivo del desierto. “Cualquiera que haya conocido la vida en el Sahara, donde todo es, aparentemente, mera soledad y desamparo, llora aquellos años, a pesar de todo, como los más hermosos que ha vivido. (…) Allí uno se baña en las condiciones mismas del tedio. Y sin embargo, invisibles divinidades nos construyen una red de direcciones, de pendientes y de signos, una musculatura secreta y palpitante de vida. Ya no es uniformidad. Todo se orienta. Ni siquiera un silencio se parece a otro silencio”. 

    Carta a un rehén se concibió primero como prólogo a un libro de Léon Werth, amigo judío de Saint-Exupéry, a quien dedicó El principito con la leyenda “A Léon Werth. Cuando era niño”. Pero luego la edición de ese libro fracasó y el prólogo sobrevivió como publicación independiente. Allí dejó sus ideas sobre las relaciones humanas y el mundo sin esperanzas en el que vivía. “Hoy ocurre que el respeto por el hombre, condición de nuestro ascenso, está en peligro. Los crujidos del mundo moderno nos han hundido en las tinieblas. Los problemas son incoherentes, las soluciones contradictorias. La verdad de ayer ya está por construirse. No se entrevé ninguna síntesis válida, y cada uno de nosotros solo lleva consigo una parcela de la verdad”.

    El paradero de Saint-Exupéry fue un misterio hasta que en 1998 un pescador encontró al sur de Marsella un brazalete que le pertenecía. Años después, en mayo de 2000, aparecieron los restos de su avión, que finalmente fueron reconocidos y recuperados en 2004 y hoy se exhiben en el Museo del Aire y del Espacio en la localidad Le Bourget.

    El niño que preguntaba.

    Más de un millón de ventas por año. Más de doscientas traducciones. Diversas reediciones y adaptaciones desde su publicación: obras de teatro, versiones en audio, películas, series animadas y espectáculos de ballet. Los números de El principito impactan y generan dos paradojas: Saint-Exupéry nunca vio su éxito ni tuvo los beneficios de sus regalías porque dos semanas después de publicado se fue a la guerra.

    La otra paradoja está en la propia novela, en la que se ironiza con respecto a los números: “A las personas mayores les encantan las cifras. (…) Así, si les dices: ‘La prueba de que el principito existió es que era encantador, que reía y que quería un cordero. Que alguien quiera un cordero es una prueba de que existe’, ¡se encogerán de hombros y te acusarán de infantil! En cambio, si les dices: ‘El planeta de donde venía es el asteroide B 612’, te dejarán en paz y no te harán más preguntas”. Y todo el libro juega con los contrastes entre el mundo adulto, racional y cerrado, y el mundo infantil cargado de creatividad y lirismo.

    La propuesta de escribir un libro para niños surgió de la editorial norteamericana Reynal & Hitchcock, especialmente de Elizabeth Reynal, esposa del editor, que tenía origen francés. Saint-Exupéry aceptó la idea y se piensa que para su personaje se inspiró en dos niños de cabellos rubios y rizados, hijos de diferentes amigos, o tal vez en sí mismo, porque cuando niño tenía la misma cabellera dorada.

    Igual que Alicia en el País de las Maravillas, de Lewis Carroll, esta es una novela que escapa al público estrictamente infantil y permite tanto una lectura lineal como otra más profunda cargada de múltiples significados. De allí que se haya convertido en un clásico.

    Su anécdota es simple: el narrador, que se identifica rápidamente con el autor, recuerda cuando por una avería de su avión pasó varios días en soledad en el desierto del Sahara. “Imaginaréis, pues, cuál fue mi sorpresa cuando, al romper el alba, me despertó una singular vocecita que decía: —Por favor … ¡dibújame un cordero!”.

    En 1935, Saint-Exupéry había sufrido un accidente en el Sahara y con su copiloto estuvieron días sin saber cuál era su ubicación. En Tierras de hombres se refiere a ese momento cuando sufrieron deshidratación y alucinaciones, hasta que un beduino los rescató y les salvó la vida. De esa anécdota parece partir para ambientar la historia protagonizada por este niño que “cae” en la Tierra, después de su pasaje por diferentes planetas. Y tiene una característica molesta, pero inteligente: siempre responde con otra pregunta.

    El dibujo de una boa que se comió un elefante, y que los adultos interpretan como un sombrero; la rosa soberbia y amada, que podría haber representado a la esposa del escritor; el hombre vanidoso en busca de quien lo admire; el rey solitario que no tiene a quién mandar; los baobabs que pueden avanzar y destruir al pequeño planeta, tal vez un símbolo del nazismo; el zorro sabio que quiere que el principito lo domestique, “si me domesticas, nos necesitaremos uno al otro”, le dice. Nadie olvida estos personajes de fábula, que son metáforas de algo tan simple como la vida.

    Ahora, en una nueva y cuidada edición (Aletea, 2015, 95 páginas), se puede volver a disfrutar de esta historia. Con las ilustraciones originales de Saint-Exupéry, el volumen puede leerse en la forma tradicional o acompañarlo con una “realidad aumentada”, esto es, juegos virtuales a través de una aplicación de celulares. De esta forma, cuando se enfoca en algunas páginas con el celular, los personajes, los planetas y su entorno cobran otra vida, “salen” de la pantalla, se desplazan mientras suena una música suave y entonces, se puede jugar con ellos o, simplemente, observarlos en diferentes movimientos.

    “No me dejéis así de triste: escribidme rápido, decidme que ha vuelto…”, exclama al final de El Principito el aviador, cuando su amigo desaparece. Si pudiera comprobarlo, Saint-Exupéry se sentiría orgulloso de que el niño de cabellos dorados siga regresando.