La política según los hooligans

La política según los hooligans

escribe Fernando Santullo

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Nº 2130 - 7 al 13 de Julio de 2021

El martes pasado, durante la interpelación a los ministros Daniel Salinas y Azucena Arbeleche, cometí el error de intentar leer algún medio periodístico en Twitter. Y digo cometí el error no por los medios en los que efectivamente pude seguir el asunto, sino por la morralla que saltó en cuanto hice una búsqueda por los nombres de los interpelados. Insultos, agresiones destempladas, más insultos, amenazas de violencia física, chicaneos de todo tipo, otra vez insultos. Habría sido cómico si no fuera real y trágico, pero ese chiquero infecto que es Twitter es también un resumen más o menos preciso de lo que una parte no pequeña de los uruguayos entiende como política. Es verdad, no son todos, pero son unos cuantos. Y muy ruidosos.

Por otro lado, más allá del mal olor que efectivamente despide ese magma de violencia que son las redes “suciales”, las agresiones destempladas tampoco son algo raro en un país en donde desde hace décadas la impunidad campea a sus anchas y en donde los miembros de la hinchada de un cuadro de fútbol cada tanto matan a un “enemigo”, es decir, un hincha del cuadro rival. Aunque muchas veces nos hacemos los finolis cuando se trata de política, lo cierto es que la peor versión de esta (la que se ve en las redes) no es muy distinta de la peor versión del fútbol, esa que cree justificado agredir a quien no lleva la camiseta con los colores “correctos”.

Leyendo las reacciones de los hinchas rabiosos de un “bando” y otro, parece claro que una parte no menor de las acciones de nuestros políticos está destinada a calentar los ánimos de la barra propia, describiendo a quien pertenece a la barra rival en términos bélicos. Al adversario ideológico se lo convierte en enemigo y, ya se sabe, al enemigo ni agua. Muchas de las acciones políticas a las que asistimos no pasan ya por cuestionar lo hecho y proponer alternativas, sino por reclamar a los gritos “quítese usted que me pongo yo”. O su contra cara, “que sabrás vos que casi fundiste el país”. ¿Alguien de verdad piensa que se puede ir más allá del griterío con una política que se construye con esos mimbres? Alguien que no sea un hooligan, quiero decir.

Unos días antes de la interpelación se produjo un encuentro político diametralmente opuesto. Un encuentro político que tuvo la intención de construir junto con los adversarios ideológicos en vez de intentar destruir al enemigo. Un encuentro diría que inusual dada la dinámica política miserable en que estamos envueltos desde hace ya tiempo. ¿A qué encuentro me refiero? Al que se llevó a cabo en la Universidad Católica del Uruguay (UCU), que se llamó Consensos y en el que participaron tres representantes nacionales destacadas: la senadora por el Partido Nacional Carmen Asiaín, la senadora por el Partido Colorado Carmen Sanguinetti y la diputada por el Frente Amplio Cristina Lustemberg. El encuentro, organizado por el Observatorio de la Coyuntura Económica de la UCU, fue presentado por la decana de Ciencias Empresariales, Isabelle Chaquiriand, y moderado por Javier de Haedo, director de dicho Observatorio, y por Cecilia Rossel, vicerrectora de Investigación e Innovación de la UCU.

En ese espacio las participantes hicieron algo que para los hinchas políticos más radicales huele a traición: intentaron ubicar las zonas de acuerdo que existen en el espectro político en torno al tema de los derechos de la primera infancia. Es decir, se concentraron en localizar los puntos en común que hay en proyectos políticos que, con distintos enfoques y matices, se preocupan por un mismo tema. En resumen, se preocuparon por hacer política en el sentido más gris, constructivo, serio y realista del término. Esa política que no llama la atención de casi nadie, pero es la que, objetivamente, sirve de base de cualquier acción que intente transformar la sociedad de manera pacífica. Lo que se podría llamar política democrática de la buena.

A la semana de colgado el video del encuentro propiciado por la UCU, tenía poco más de 500 visitas. En contrapartida, cualquier exabrupto de cualquier senador de estos “llamativos”, tiene decenas de miles de réplicas. Cualquier gesto ridículo, como ponerse la camiseta de una dictadura al asumir en el Parlamento, provoca los aplausos inmediatos y masivos de la claque futbolizada. Y el rechazo automático y las puteadas de la claque de enfrente. Obviamente, esto no quiere decir que los que creen que la política es un camino pacífico para resolver las diferencias sean algo más de 500 tipos en todo el Uruguay. Ni que los hooligans descompensados que vociferan insultos en las redes sean una mayoría. Sí quiere decir que es mucho más fácil vender esa especie de farsa pour la gallerie y llamarla política en vez de laburar en serio para lograr acuerdos que mejoren de verdad los problemas que tiene el país. Entre el pan y el circo, una parte importante de nuestra ciudadanía parece haber decidido ya que la respuesta es circo.

Ahora, buena parte de lo que ocurre en las redes sería distinto (¿atenuado? ¿menos violento?) si entre los cuadros políticos de los partidos existieran menos hooligans de los que hay. El problema es que ser un hooligan, esto es, alguien que dedica una parte no menor del dinero público que cobra a perder el tiempo comportándose como cualquier barra brava sin el menor argumento, actualmente garpa más que sentarse a buscar acuerdos. En tiempos de democracia emocional, en donde cada vez importan menos los contenidos, los hechos, lo que es contrastable, es evidente que quien obtiene mejores resultados (esto es, quien tiene más chances de ser reelegido) es aquel que es capaz de meter más ruido y generar más impacto con la primera burrada que le viene a la cabeza.

A pesar de los ruidosos y el rédito instantáneo que obtienen con su accionar, la política no puede ser eso. O, mejor dicho, poder puede, pero otra cosa es si es deseable que sea eso y no la búsqueda sistemática de acuerdos, de zonas de contacto y de eventuales consensos, aunque sean mínimos. Así es como se crean las políticas de Estado, construyendo de manera laboriosa el espacio que existe en los grises y abandonado la convicción absoluta de que las cosas son en blanco y negro, 100 o 0. Como apuntaba en su Facebook el contador Ricardo Lombardo a propósito precisamente de la interpelación: “La política debe ser un instrumento para convivir en paz desde posturas diferentes, no un circo romano para exacerbar las discrepancias”.

La política reducida a la escupida al paso, a la pedrada al rancho ajeno, a la creación de un enemigo que no tiene derecho a existir ni a expresar sus ideas, es el camino perfecto para la ruina democrática. Y, en última instancia, para la ruina de la propia idea de política. Seguramente resulta atractiva para los que están convencidos de su dogma absoluto, pero para el resto es más bien una trampa. O, peor aún, una bomba de relojería esperando estallar.