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    La política y el dinero

    Sr. Director:

    Como casi todas las actividades humanas, la política sin dinero no funciona. Dinero en un sentido amplio, de recursos económicos. Hay que pagar la propaganda, el alquiler de locales, medios de transporte, salarios, honorarios profesionales, servicios de diversos tipos, etc. etc.

    En el caso de los sistemas democráticos el manejo del dinero en la política requiere especial atención, a fin de que no afecte su objetivo principal que es la libertad de las personas y la calidad del gobierno. En la democracia, además de libertad política, el gobierno tiene que ser eficaz. O sea, actuar al servicio del conjunto general de la población. Del bien común. Y no de un sector.

    Sabido es que todo poder tiende al infinito. Está en su naturaleza. En el juego del poder siempre existe el peligro del desborde. El dinero posibilita el desborde del poder y lo vuelve despótico. Arrasa con la libertad y el bien común. En una república el freno al despotismo está en la ley y en la independencia de los jueces. De ahí la necesidad de que, sobre el dinero empleado en la política, existan controles efectivos establecidos por ley y ejecutados por jueces independientes.

    En nuestro país estamos prácticamente carentes de controles. Los pocos que existen –caso de las declaraciones– son ineficaces. El dinero circula en la sombra. Sin control.

    Aparte de los dineros que aporta el Estado por los votos obtenidos (y que en los hechos es completamente insuficiente), el origen de los demás está en el mundo de lo ignoto. No obstante, la evidencia de las múltiples actividades de los dirigentes y demás operadores políticos, demuestra que existen otras fuentes muy variadas, pero que en definitiva todas ellas extraen ilícitamente el dinero de las arcas públicas. Entre esa innúmera cantidad de orígenes del dinero en la política, tenemos la designación de funcionarios públicos sin calificación, pero con altos sueldos, parte de los cuales va a manos del operador político. Así como las compras de insumos para el funcionamiento del Estado (oficinas, escuelas, cuarteles, hospitales, etc.), las contrataciones de servicios a empresas de particulares, la adjudicación de concesiones o de obras públicas y mil formas de la actividad económica del Estado, donde se pagan precios por encima de los reales, o sea sobreprecios destinados a financiar la actividad política del operador político que decidió la compra o adjudicó el servicio, o lo que fuere. Ese retorno hacia la política –o sea al operador político– puede ser en dinero vivo o en la prestación de un servicio para su actividad política proselitista (publicidad, transporte, uso de locales, etc.). E incluso suele suceder que parte de ese retorno no sea siquiera para la política, sino para el enriquecimiento personal de los operadores políticos.

    El negocio de la política

    En tales situaciones la política se transforma en un negocio para hacer dinero y satisfacer la vanidad del poder. El que accede a un cargo de gobierno, en vez de trabajar por el bien común y la mejoría de las condiciones de vida de todo el pueblo, lo hace en beneficio propio o de sus compinches. Los funcionarios públicos no se reclutan por su calidad, sino por su adhesión al “negocio de la política”, aunque sean ineptos. Como consecuencia los servicios del Estado son malos o no funcionan. El grueso de la población carece de libertad para desarrollar sus vidas. Es una población sometida por un medio incruento: el dinero. Y cosa más grave aún: se corrompe la moral pública. La población se habitúa a vivir fuera de toda ley y de toda moral. La gente busca soluciones para su vida “por izquierda”, como se dice. Ninguna norma pasa a ser respetada.

    La corrupción y la ineficacia del sistema democrático para resolver los problemas de una sociedad van creando un descontento creciente y generalizado. Ello se transforma en una presión que en determinado momento explota, haciendo volar toda la estructura institucional. El descontento por ese motivo ha ayudado últimamente al crecimiento de los partidos de ultraderecha, los cuales tienen en jaque a muchas democracias –otrora consideradas muy sólidas– y cuyo objetivo es imponer una dictadura. Allí se acaban los derechos. Rige solo la arbitrariedad del dictador o dictadores. Y además de garrote, no dejará de haber corrupción y los problemas de la sociedad seguirán sin solución. Situación –esta última– que ya vivimos durante largos años en la segunda mitad del siglo XX.

    La necesidad de controlar eficazmente el dinero en la política es un tema muy serio, grave y urgente al cual Uruguay tiene que darle una respuesta prioritaria y eficaz. Hasta ahora se lo ha estado eludiendo. ¿Será por qué muchos dirigentes políticos no son conscientes de este problema o tienen cola de paja al respecto?

    Carlos Texeira Varesi

    Abogado jubilado