La proclama del 2021

La proclama del 2021

escribe Fernando Santullo

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Nº 2120 - 29 de Abril al 5 de Mayo de 2021

Con el fallecimiento del exvicepresidente Gonzalo Aguirre me dio por leer la famosa proclama del día 27 de noviembre de 1983. El texto, que fue leído por el actor Alberto Candeau, contó con aportes de quien también sería vicepresidente, Enrique Tarigo. En aquel entonces yo tenía 15 años y vivía en México, exiliado con mi familia. Por eso no lo conocí ni me interesé demasiado por sus autores. Sabía sí que ese acto, que había convocado a 400.000 personas en el Obelisco, fue uno de los momentos clave para el retorno a la democracia en Uruguay y sabía que el texto, en la rica voz de Candeu, había sido electrizante. Leerla en estos días me impactó: la proclama respira una clase de republicanismo que, me duele decirlo, está casi completamente ausente en el discurso político del Uruguay del presente.

“Ciudadanos: no hemos comparecido hoy aquí en nuestra condición de militantes de determinada colectividad política, autorizada o excluida, que no la negamos y que ostentamos con legítimo orgullo, cada uno según sus honradas convicciones. Hemos venido en nuestra común calidad de uruguayos y de patriotas, herederos de un legado de libertad, de paz, de justicia, de respeto y tolerancia por todas las ideas, de devoción por la legalidad y de repudio a todas las expresiones de la fuerza y la violencia”, dice el séptimo párrafo de la proclama y es difícil no estar de acuerdo. Cualquiera que valore la democracia liberal, esa en la que vivimos desde 1985, puede reconocerse en dichos valores. Más complicado resulta decir que en Uruguay exista actualmente una mirada política que sea capaz de rebasar los límites de lo partidario, que es precisamente la clave de todo el texto firmado por Aguirre y Tarigo.

La idea de que la república es al mismo tiempo un bien a preservar y una tradición que debe ser renovada con la práctica, era una de las consignas más claras e intencionales que traía la proclama. Se dirá: bueno, era en plena dictadura y por eso era importante dejar claro que había una unidad de los demócratas más allá de lo partidario. Es verdad, pero esa claridad es necesaria con o sin una dictadura adelante. La democracia no es un paquete de datos que se le compra a una telefónica, pensando que es lo que vamos a necesitar para tirar un mes. La democracia es nuestra práctica cívica diaria, no es nada más allá de nuestros actos cotidianos al respecto.

En realidad, sí que es algo más: la democracia es por un lado la existencia de demócratas que la ejerzan pero es también los mimbres institucionales que nos dan la garantía de que, por ejemplo, el voto que depositamos confiadamente en una urna en nuestro barrio va a ser contabilizado correctamente por el órgano electoral correspondiente. O que si nos dirigimos a la Policía, la Justicia o la ANEP, ese organismo del Estado actuará conforme a las reglas que regulan su actividad y no de otra manera. La democracia es el voto y el entramado que articula la voluntad expresada en ese voto.

Es verdad que no estamos en una dictadura, pero estamos desde hace más de un año en una situación de emergencia sanitaria. Venimos de un año entero de problemas extra, problemas de pandemia que se suman a los problemas habituales que cualquier sociedad tiene en su día a día. Es justo por eso que uno echa en falta la clase de grandeza que tenía la proclama de 1983. “El último domingo de noviembre de 1984 un partido y sus candidatos emergerán triunfantes de las urnas. Pero no habrá derrotados, porque venciendo la democracia y consagrándose el respeto a la voluntad popular, la victoria será de todos”, decía otro párrafo de la proclama. La idea de que la democracia es un triunfo colectivo era especialmente sugerente en el contexto de una dictadura y, creo, debería serlo en este período de pandemia.

Obviamente los distintos partidos políticos tienen distintas visiones de lo que es bueno y malo para la sociedad, pero hay momentos que exigen una mirada que supere el radio del propio ombligo ideológico. Momentos en donde se juega un partido que es más grande que el más grande logro partidario. Momentos como ese en que se encontraba Gonzalo Aguirre a la hora de escribir la proclama. Momentos como este en el que estamos, en donde la responsabilidad individual y colectiva está siendo testeada permanentemente por la contingencia sanitaria.

Tengo la impresión de que la colonización a la que los partidos políticos han venido sometiendo a la sociedad civil ha logrado que esa grandeza, esa mirada amplia sobre los procesos, se vea cada vez más constreñida a las voces individuales y, por lo general, ajenas a los partidos. Voces como la del sindicalista Richard Read, quien viene insistiendo en la necesidad de mirar en colectivo, de no quedarse en el chiquitaje de la ironía, de que hace falta actuar “espalda con espalda”. Voces que muchas veces terminan predicando en soledad en ese páramo de violencia (por ahora) simbólica que son las redes.

Unas redes en donde es cada vez más frecuente encontrarse con senadores y diputados soltando la primera descalificación que les pasa por la cabeza, sin pensar ya no en su investidura ni en la posibilidad de tener una mirada amplia de la situación, sino directamente señalando la existencia de un pueblo “bueno” (el que hace aquello que al senador le parece correcto) y un pueblo “malo” (el que no hace lo que le gusta al senador). En un contexto de tortazos sin ton ni son, en donde más de la mitad de los políticos del país, nuestros representantes, los mejores entre nosotros, corren como pollos sin cabeza, ¿es factible que aparezca una voz como la que se escucha en la proclama de 1983? Se ve difícil.

Ojo, no quiero que se lea esto como un lamento por los mejores tiempos pasados. Esos tiempos pasados incluyen una dictadura que asesinó, secuestró, violó y torturó. Así que no, no es una añoranza genérica por el pasado. De hecho creo que, en general, todo tiempo pasado fue peor. Pero sí que reivindico las mejores voces de ese pasado. Voces que supieron entender el instante y pararse donde la historia necesitaba que se pararan: por encima de partidismos y grietas, dejando claro que la única distancia insalvable era aquella que había entre la dictadura y los demócratas.

La emergencia sanitaria no puede ser la coartada para no intentar construir consensos amplios en la política. No hay mejor ley que aquella que nace con el máximo respaldo tras de sí. Que los representantes dediquen su tiempo a señalar en las redes a buenos y malos, resignados y no resignados, debería ser razón suficiente para retirarles la confianza y no votarlos nunca más. No hay mejor político que aquel que es capaz de mirar por encima de los intereses de su partido (y de los suyos propios) y logre, como dijeron los ingleses de New Model Army, imaginar “una tierra apta para todos nuestros futuros”. Para eso es indispensable levantar la mira y apuntar bien alto, lejos de intereses partidarios, cerca de las necesidades de la sociedad. Ojalá seamos capaces de construir la proclama que se necesita para este 2021, tal como hicimos en 1983.