Nº 2175 - 25 al 31 de Mayo de 2022
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáEl silencio de Dios autoriza, tal vez, todas las acusaciones, de suerte que sobre sus remotos hombros reposa, con la inmanencia de la caspa o las pelusas, el peso de todos los pecados; con una excepción: a juzgar por la inmensa cantidad de hombres que parecen corresponder mal a su época, no puede decirse que Dios sea un burócrata, o al menos no puede afirmarse que sea uno bueno.
Para arribar a la irrevocable conclusión de que nació 100 años a destiempo, alcanza con leer cualquiera de los ensayos de Thomas de Quincey sobre una materia al azar; los que tengan la buena estrella de medrar directamente con los de asunto literario sentirán hasta qué punto los escritos de De Quincey permiten inferir las honduras abstractas de la teoría literaria moderna, cuyas valiosas mercancías están esbozadas en uno de sus mejores artículos, Sobre la llamada a la puerta en Macbeth, recogido en el volumen de Ensayistas ingleses (Editorial Océano). Allí leemos: “Desde mis días de muchacho me producía un efecto que nunca pude explicar: el efecto era… que la llamada a la puerta reflejaba sobre el crimen un peculiar temor reverente y un fondo de solemnidad”.
Sentado este punto, conviene señalar que De Quincey se ocupa no ya del significado de la obra, sino de cómo ocurre ese sentido (no “qué” significa, sino “cómo” lo hace). Para hacerlo, advierte que la globalidad de la obra requiere de sus actores ciertos comportamientos, y de este modo prefigura lo que esa filosofía privada de la literatura que es la teoría literaria dirá luego sobre la lógica propia de los textos y la capacidad de estos de darse tensiones dramáticas desiguales: “Toda acción en cualquier sentido se expone mejor, se mide mejor y se hace más comprensible a través de la reacción. Ahora apliquemos esto al caso de Macbeth. Aquí (...) había que expresar y hacer perceptible el alejamiento del ánimo humano y la entrada del ánimo diabólico. Se introduce otro mundo, y los asesinos son arrancados de la región de las cosas humanas, los fines humanos, los deseos humanos. Se transfiguran: Lady Macbeth pierde los atributos de su sexo; Macbeth se olvida que nació de mujer; ambos se conforman a imagen de demonios; y el mundo de los demonios se nos revela de repente”.
Algunas corrientes (entre ellos los estudiosos de la historia de la lectura, con Roger Chartier a la cabeza) llegan al extremo de sugerir que los errores tipográficos o de impresión forman parte de un texto y de la forma en que este produce sentido; si no para convencer, el ejemplo sirve para ilustrar hasta qué punto ha caído en desgracia el principio de casualidad en el mundo de la literatura, que avienta el feliz imperio de la causalidad, la cualidad ligada y explicable de todos los elementos de la obra. De Quincey utiliza palabras diferentes, pero la idea es la misma: “Tus obras (...) deben estudiarse en la fe perfecta de que en ellos no puede haber demasiado ni demasiado poco, nada inútil o inerte, sino que mientras más avancemos en nuestros descubrimientos, más pruebas veremos de plan y sustentado arreglo allí donde la vista descuidada no había captado sino el accidente”.
Y así es que, a partir de la oportuna observación de que “en ningún momento es tan plena y conmovedora la sensación de la completa suspensión y pausa de los asuntos humanos corrientes como ese momento en que cesa la suspensión y se reanudan de pronto los sucesos de la vida humana”, De Quincey ofrece la explicación inconsútil de por qué el llamado a la puerta logra generar alrededor del crimen un halo de tabú roto, que da a Macbeth el tenor trágico que conocemos: “Hay que aniquilar el tiempo; abolir toda relación con cosas del mundo externo, y todo, apartado por sí mismo, tiene que pasar a un profundo síncope y suspensión de toda pasión mundana. De aquí que una vez ejecutado el acto, una vez completada la labor del ofuscamiento, el mundo de las tinieblas desaparece como una pompa en las nubes: se oye la llamada a la puerta, y se hace saber audiblemente que la reacción ha comenzado: es el reflujo de lo humano sobre lo diabólico: empiezan a vibrar de nuevo las pulsaciones de la vida y la restauración de los sucesos del mundo en que vivimos es lo que primero nos hace percibir profundamente el horrible paréntesis que los había suspendido”.