N° 1888 - 13 al 19 de Octubre de 2016
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáNo exagero si afirmo que la Orestíada es la más bella y perfecta de las tragedias que he estudiado; por más que la frecuente con cierta familiaridad, siempre me veo en el dilema de plantear nuevas preguntas antes que abandonarme indolentemente a sus notorias certezas. Siento de manera muy definida que aquello que hay en su formulación está menos a la vista que los gloriosos versos y que la grandeza de sus tensiones y de sus ideas.
La estructura, el despliegue de la acción, las diversas intervenciones del coro, el carácter específico de los personajes, sus antagonismos y sus coincidencias, el manejo del tiempo narrativo, la relación entre lo visible y lo entrevisto o contado me parecen moderadamente claros merced no solo a la identificación que surge de la propia índole de cada parte, sino también gracias a ciertos estudios iluminadores, como los que para mi gusto prodigaron primero Ulrich von Wilamowitz y luego Gilbert Murray y Werner Jaeger. Con el primero entendí el artificio y la intención de la tragedia, el juego que en cierta forma inauguró Esquilo (Qu’est-ce qu’une tragédie attique?, Les Belles Lettres, París, 2001); con Murray (Esquilo, Espasa-Calpe, Buenos Aires, 1943) comprendí hondamente el sentido de lo mayestático, de esa franja de discurso no del todo dicho que rebasa los conceptos y aun los valores y se convierte en una suerte de intuición sagrada acerca del destino y de sus trampas y coartadas; Jaeger (Paideia, Fondo de Cultura Económica, México, 1978) me ayudó a entender a Esquilo en diálogo con la sociedad de su tiempo, con las jerarquías, expectativas y límites de esa cultura, con la mentalidad dominante en una época que, al decir de Hegel, fue consciente de sí misma, y por lo tanto, tuvo la precaución de corregir muchas asperezas, esto es, de situar sus ideales y las condiciones morales e institucionales para alcanzarlos.
No obstante esas lecturas y los muchos años de insistir con la obra, creo que hasta no hace mucho se me había perdido un detalle que hoy reconozco central. La pieza presenta en sus tres partes la llegada de Agamenón y el asesinato en la bañera; la venganza de Orestes, que consigue entrar al palacio como un desconocido y sale como ejecutor de un mandato; la persecución del remordimiento y la conversión de la Diké en una justicia imparcial, objetiva, mediatizada por la razón. Pero en sentido diverso a lo que sugiere su tema y el consecuente despliegue, se trata no tanto de la épica del hijo que habrá de poner fin al encadenamiento de la fatalidad, sino de un solo de Clitemnestra planteado en cuatro intervenciones, siendo la más terrible y fascinante la apelación, ya muerta, en el templo de Apolo.
De esos inmortales discursos —el que al principio nos habla de la victoria en Troya, el que explica la razón honda de su criminal faena en el palacio, el que pronuncia frente a la espada de su hijo al momento de ser ajusticiada, y en el que reprocha a las Erinias que estén dormidas en Delos, mientras Orestes es purificado— estimo que la mayor gradación de lo trágico, la mayor profundidad reside en el asombro desesperado que siente al ver libre de venganza a su hijo asesino; lo que habrá de vivir, en su muerte, como un castigo superior al de la propia muerte. Sus palabras tienen alas y luz, aun en medio de la sombra: “¿Cómo pueden dormir? ¡Ah! ¿Qué necesidad tengo de gente que duerme? Yo, menospreciada así por ustedes entre los restantes muertos, no ceso de oír reproches en boca de los difuntos porque maté, y voy errante vergonzosamente. Les declaro que me achacan un gran crimen, y después que he sufrido un destino terrible de parte de los que más quería, ninguno de los dioses se indigna por mí, degollada por manos matricidas. Mira estos golpes con tu corazón: porque durmiendo, el alma se ilumina con los ojos, mientras que de día es incapaz de prever la suerte de los mortales. (…) Orestes se ha escapado y huye como un cervato; saltando ágilmente ha salido de las redes y se ha burlado de ustedes. Escuchen: he hablado porque se trata de mi vida. ¡Recobren el sentido, diosas subterráneas! En sueños, ahora yo, Clitemnestra, las llamo”.
Es la cima de lo inconcebible la madre desventurada no por la muerte sino por el necesario remordimiento del hijo que cortó el hilo de su vida. Clitemnestra es la dimensión de lo que no se perdona, de lo que la Justicia no puede abarcar ni medir, ni consolar. Y sin embargo, en su abyección, es admirable.