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    La tempestad

    Columnista de Búsqueda

    N° 1878 - 04 al 10 de Agosto de 2016

    La diosa Juno vela por la suerte buena de Cartago; ello explica las desventuras de Eneas, troyano destinado a fundar una nueva Troya que el albur de los hados denominará Roma. Con esa inquina de la esposa de Zeus se anticipa la lucha que tendrá lugar entre Roma y Cartago por el dominio de todo el universo sublunar, esto es, del modesto Mediterráneo. La ira de Juno hacia los troyanos tiene una causa justa si se considera que es una deidad femenina: no fue elegida por el príncipe Paris como la más bella del Olimpo, que con irreprochable criterio prefirió a Venus.

    El poeta adjudica razones de tipo mítico para justificar cuestiones históricas aún no sucedidas al momento de la narración. Así, por ejemplo, ocurre que Juno se lamenta frente a Eolo por no poder derrotar a los troyanos, adelantándose a lo que ocurrirá luego, que será la furiosa destrucción de Cartago por parte de los romanos. Ella le ordena al dios que envíe vientos y las tempestades para dar muerte a los navegantes. Esto le sirve al poeta para comparar los vientos con corceles inquietos antes de lanzarse a la carrera. Esta imagen es muy tradicional, y se corresponde con la grata tradición homérica de asociar las olas marinas con caballos.

    Cuando la tempestad se hace carne, dice el poeta: “Hielo mortal a Eneas paraliza”; es esta la primera incursión directa del protagonista en el libro que cuenta sus aventuras. Frente al terrible espectáculo de las olas desbocadas se lamenta por no haber muerto como un hombre valiente en Troya, porque considera que eso habría sido mejor que morir como desconocido en medio del mar. La tempestad, paralelismo psicocósmico por excelencia, pero también agente dramático absolutamente funcional, es memorial de los males que hubo de pasar en tiempos anteriores, cuando su conciencia se dividía entre el peso que los hados echaban sobre sus hombros —fundar la nueva Troya— y quedarse en su patria para morir valientemente junto a los suyos. No conforme con esa connotación, esta imagen también acierta a demostrar la verdadera gravitación que tales designios tienen sobre el héroe, por cuanto si este se había pronunciado antes como un juguete del destino, es ahora donde se le muestra sufriendo ese destino en su mayor rigor.

    La segunda aparición de Eneas la tenemos tras la intervención oportuna de Neptuno, que alza el rostro sereno de entre las olas, exhibiendo una característica muy propia del pensamiento antiguo, cual es la de valorar la mesura y la calma en medio de la tempestad. El dios de los mares, el que circunda la tierra, llama la atención de Eolo, para exigirle que interrumpa las fuertes borrascas y las ráfagas punzantes que asuelan la embarcación, pues no tiene permiso para actuar en su jurisdicción. En este pasaje encontramos a Eneas alejado de las lamentaciones, cumpliendo ya con su rol de guía y líder, registrando con la mirada el mar en busca de las naves desaparecidas, alimentando al resto de sus compañeros y también consolándolos. La línea de pensamiento con que reconforta a su tripulación celebra a la Odisea, al decir que será bueno recordar los presentes sufrimientos en el futuro, cuando todo haya pasado. Se distancia de la misma obra, sin embargo, al demostrar una fe casi ciega en el apoyo de los hados a su tarea. Este rasgo no menor, por cierto, pone luz sobre la orientación fuertemente individualista de la primera epopeya, frente al carácter primordialmente social o político de la segunda; mientras que Odiseo busca una meta netamente personal, que es volver a Ítaca para ver a su familia y recuperar su poder en la comunidad de los hombres libres y pacíficos, Eneas se juramenta asegurar un futuro para su patria, para la dolorosa nación desterrada que lleva en sus penates, en la punta de su espada, en su corazón. No por otra razón Eneas es merecedor del epíteto “piadoso”. La pietas de Eneas es una mezcla de amor y de responsabilidad, que conjuga sentimientos siempre reprimidos bajo la apariencia de una infinita imperturbabilidad.

    El liderazgo de Roma, cuando sobrevenga, será o deberá ser así, quiere decir Virgilio, maestro y poeta de Augusto. Buscó significar que el poder no es igual a la fuerza ni tampoco igual a la razón ni a la prudencia ni a la audacia; pero contiene hábilmente dosificadas todas estas cualidades; y algo más: contiene también el sentido del tiempo: sabe distinguir cuándo hay que hablar, cuándo hay que callar, cuándo se deben cruzar los puentes. O incendiarlos.