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    La tierra prometida

    El telegrama que el cónsul general de Uruguay en Rusia, José Richling, envió al gobierno de José Batlle y Ordóñez no dejaba lugar a dudas: “Colonos excelentes, buena raza, activos, honestos, cultivan trigo, centeno, maíz, cebada, avena, algodón, remolacha, fruta, verdura, lechería, aves, tienen algún capital; recomiendo calurosamente darles facilidades”.

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    Los rusos que poblaron San Javier, más que bolcheviques eran campesinos y artesanos en su mayoría analfabetos seguidores de la secta Nueva Israel, perseguida por el zar Nicolás debido a su disidencia con la Iglesia ortodoxa.

    Obedecían a su profeta, Vasili Lubkov, que manejó con mano firme —entre 1913 y 1926— al grupo de las primeras 100 familias pobladoras, aunque apenas se instalaron para pasar el primer invierno en carpa asomaron diferencias entre laicos y religiosos.

    Estos fieles del profeta despótico que en principio iban a ir a Tiflis (Georgia) o Canadá, vivieron la libertad del país y la mayoría apoyó al Partido Colorado y al candidato de apellido Stirling que prometía mejoras en la calidad de vida a cambio de un voto de los extranjeros hechos ciudadanos.

    El libro de Virginia Martínez, Los rusos de San Javier. Perseguidos por el zar. Perseguidos por la dictadura uruguaya. De Vasili Lubkov a Vladimir Roslik, relata las enormes dificultades que pasaron estos emigrantes que llegaron buscando un lugar donde vivir en colectivo pero se vieron enfrentados con las típicas desidia e improvisación locales. Antes de llegar a las orillas del río Uruguay y comenzar a plantar girasol por primera vez en el país, pasaron hambre y frío en la rambla de Montevideo y pagaron altos precios a especuladores que merodeaban el Hotel de Inmigrantes.

    En el litoral debieron vencer epidemias de sarampión, plagas de langosta y la burocracia estatal.

    Aun así, la libertad que ofrecieron los colorados a este grupo humano marcado por el esfuerzo colectivo los invitó a quedarse.

    “Los sanjavierinos se consideraban uruguayos y rusos, herederos de un legado cultural que reivindicaban con orgullo, sin que eso supusiera adhesión­ a un gobierno o una ideología. La cultura, la gastronomía y la lengua de sus mayores eran seña de identidad y patrimonio de todos en la colonia, fueran anticomunistas o prosoviéticos”, resumió la investigadora Martínez en su libro editado en 2013, con motivo del centenario del pueblo.

    Bastante antes de la dictadura que comenzó en 1973, el Estado uruguayo tenía para sí que los centros y asociaciones culturales de los países socialistas eran apenas “la fachada tras la que se ocultaba la conspiración marxista”. O al menos así razonaba el Servicio de Inteligencia y Enlace (SIE) hecho a la medida de la Guerra Fría.

    Antes aún, el diputado blanco Ángel María Cusano argumentaba en el Parlamento sobre la conveniencia de una ley de indeseables, que se aprobó en 1936, para frenar a “razas perseguidas o vencidas en el mundo”, como los rusos, algunos de los cuales “mantienen contactos con Moscú” y “son los agentes encargados de subvertir, de revolucionar, de destruir”.

    A partir de que los militares se hicieron con el gobierno, las cosas se pusieron peor para los rusos: la delación entre vecinos pasó a ser algo cotidiano y también la llegada de soldados dispuestos a descubrir conspiradores y destruir.

    “Cuando uno entra al gallinero ya sabe qué gallina se va a llevar. Así fue con nosotros, nos eligieron. Vivimos años atrapados en un corralito. Cada tanto venían a buscar a alguien. Y era ruso. Entre los presos no hubo un solo Giménez o López. Son todos apellidos rusos”, contó la viuda de Roslik a Martínez.

    La película Roslik y el pueblo de las caras sospechosamente rusas, de Julián Goyoaga Caritat, además de la vida actual de los sanjavierinos, cuenta el papel que jugaron los periodistas llegados de Montevideo para lograr que el caso de su médico asesinado llegara a la opinión pública.

    El libro de Martínez recoge también un fragmento de la entrevista que realizó en 2005 el periodista Facundo Ponce de León a María Lorduguín.

    “La muerte de Roslik, digamos, fue accidental. Mientras le hacían la tortura, para que él declarara, no decía nada. Eso fue lo que provocó la muerte. Si él hubiera hablado, hubiera quedado vivo. Pero no habló y bueno...”, dijo en el programa Vidas, provocando fuerte reacciones en San Javier.

    Roman Klivzov, uno de los que entonces fueran remitidos al penal de Libertad, llegó incluso a llamar al cuartel.

    “Les dije que ellos sabían que en San Javier nunca había sucedido nada, que era de hombres reconocer los errores y que había llegado la hora de blanquear a la colonia”, contó. Pero no obtuvo respuesta. La viuda y Valery Roslik, el hijo de ambos, dicen que aún no saben la verdad.

    Información Nacional
    2018-12-27T00:00:00