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    La travesía del desierto

    Columnista de Búsqueda

    N° 2059 - 13 al 19 de Febrero de 2020

    Como detalle de singularidad despectiva, como estética de la conducta y como incontestable fuente de oportunos descargos, el concepto “mal de siglo”, acuñado por la crítica literaria, es una de las estructuras más interesantes del romanticismo. Aun cuando las referencias nos llevan a los salones del siglo XVIII en Francia, es claro que será el romanticismo la cuna preferente de esta dolencia que ataca con igual saña a los personajes literarios, a sus autores, a los críticos de moda y a los públicos más consecuentes con los libros del momento.

    Este concepto, a veces subsumido al vocablo spleen, remite a una determinada afección espiritual que se caracteriza por la melancolía, la angustia, el encierro y en especial la confusa gloria que depara la incomprensión del vulgo. Mi paseo por la profusa bibliografía autorreferencial del universo romántico me muestra una y otra vez que la nota más insistente y grave es lo que rápidamente podríamos denominar el estado de soledad moral, es decir, esa situación en que los espíritus se sienten totalmente solitarios, aislados, sin contacto directo con los demás seres, estado que se desenvuelve como experiencia de soledad moral entre los demás hombres, soledad moral frente a la naturaleza y principalmente como soledad punzante consigo mismo.

    El artista romántico no concibe, con toda lógica, que el hombre pueda vivir plenamente sin el contacto con los demás hombres y, sin embargo, sus mismos dolores, su intelecto, le colocan fuera de los demás lazos, a no ser los lazos físicos. A medida que la propia superioridad se intensifica es precisamente más intenso, y por lo tanto más terrible. Hay varias alusiones en más de una página de Chateaubriand, en René, por ejemplo, donde dice con mucha luz: “Así, pues, no tardé en hallarme más aislado en mi patria que en los países extranjeros. Quise arrojarme durante algún tiempo a un mundo que nada me decía y no me comprendía. Mi alma, no gastada por pasión alguna, buscaba un objeto que la atrajese a sí; pero eché de ver que daba más de lo que recibía. No se me exigía un lenguaje elevado ni un sentimiento profundo, ni yo me ocupaba de otra cosa que de rebajar, por decirlo así, mi vida para ponerla al nivel de la sociedad. Tratado por todos de espíritu novelesco, avergonzado del papel que representaba y cada vez más disgustado de los hombres y de las cosas, tomé el partido de retirarme a un arrabal para vivir enteramente ignorado. Al principio hallé bastante placer en aquella existencia oscura e independiente, y como de todos era desconocido, me confundía con la multitud, vasto desierto de hombres”.

    Sobre la soledad en la naturaleza tenemos algunos memorables pasajes de Werther, donde el protagonista trata de esconder su corazón entre las frondas del bosque, pero no puede evitar sentirse interrogado por la tranquila pureza del paisaje. Más entero es todavía el testimonio que ofrece, las admirables páginas del infecto Rousseau, paseante solitario cuya pluma, en contrario sensu a su persona y moral, es especialmente acogedora y deleitosa.

    El tercer estado, la soledad consigo, informa acerca del espíritu humano como una especie de río donde la implacable corriente arrastra todo aquello a lo que hemos concedido el más grande interés; es la sensación de fugacidad, de pérdida, de fatalidad. Nadie ha expresado tan plenamente este estado de soledad consigo mismo como Sénancour, en Obermann. Escribe allí: “Heme aquí en el mundo, errante, solitario, en medio de la muchedumbre, que no es nada para mí. Como el hombre herido de una sordera accidental, y cuya vista se fija con firmeza, él lo ve todo y todo le deja de gustar y es un ausente en el mundo de los vivos. (…) Los fantasmas de la vida se muestran sin interrupción, a todos los contemplo, y no comprendo nada; los busco, y ya no existen. Escucho, llamo, y como no entiendo mi propia voz, quedo en un vacío intolerable, solo, agobiado de inquietudes, en medio de las sombras del espacio. ¡Oh! Impenetrable naturaleza. La luna apareció; yo permanecí largo tiempo a la orilla del Thilli. Entonces, en la paz de la noche yo interrogué mi incierto destino. ¿Qué soy yo? Semejante recuerdo me parece ahora el de una cosa extraña a mí”.