Como lector habitual de Búsqueda, suelo disfrutar de los artículos que se publican de Mario Vargas Llosa, aunque no necesariamente coincida con todas sus opiniones.
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáTal es el caso del titulado “La ‘barbarie’ taurina” donde el autor defiende la existencia de las corridas de toros.
Mi rechazo a su contenido me impulsó a cometer la herejía de contestar por escrito a tan ilustre escritor.
Siendo un creador que exhibe gran originalidad en sus obras literarias, Vargas Llosa no es nada original y casi obvio en su pretendida defensa de tan oprobiosas manifestaciones.
En varios pasajes de su artículo viste de poesía y color una apología de lo que ve como arte y virtuosismo en el toreo aunque nunca, claro está, desde el punto de vista del toro.
Si bien nuestro país prohibió por ley las corridas de toros ya en 1888, fue en la reafirmación y ampliación de esta prohibición en 1918 donde se expusieron los más contundentes argumentos en contra de ese pseudo espectáculo.
Aquella ley no solo prohibía las corridas de toros, el tiro de paloma, las riñas de gallos, el “rat pick”, sino también “todo otro juego o entretenimiento a campo abierto que pueda constituir una causa de mortificación para el hombre o animales”.
Todas estas prácticas, a las que podrían sumarse las peleas de perros y otras más, son la misma bazofia, mal que les pese a Vargas y a los cultores de la “belleza” de la tauromaquia. Actividades donde aflora lo peor del ser humano, que goza y se solaza con el sufrimiento y la muerte de un inocente cuyas facultades de defensa han sido casi anuladas para aumentar la impunidad del verdugo.
Supongo que Vargas Llosa habrá leído a un gran escritor uruguayo como José Enrique Rodó quien en un principio sintió atracción por las corridas de toros, pero terminó condenándolas enérgicamente. En “El Mirador de Próspero”, uno de los textos: “El Rat-pick” (invento inglés de un juego donde se apuesta a cuál de tres foxterriers destrozará primero a una rata que no tiene escapatoria) no tiene desperdicio y merecería una transcripción más completa que la que me permite esta carta. No obstante, dos pasajes son destacadamente elocuentes: “La apariencia bella es hechizo que, aun en la contemplación de la maldad y el odio, brinda gratas mieles; como, en las representaciones plásticas o poéticas de la sensualidad, la belleza es la sal que evita la maloliente podredumbre y separa una página de Lucio o de Petronio del fangal de las vulgaridades obscenas. La perversidad pagana, que imaginó las crueldades del Coliseo, nunca olvidó revestirlas de belleza; y esta preocupación no falta, aunque depravada y retorcida, ni aun en las más atroces demencias de Nerón”. Y agrega: “Algo semejante, cabe decir, guardando distancias, de algunos de los espectáculos de crueldad que todavía duran. Las corridas de toros son fiestas de brutal barbarie; pero el sentimiento artístico encuentra en ellas dónde detenerse”.
Por otra parte, sin tanta riqueza literaria, pero con la contundencia de los conceptos que inspiraron al más grande estadista en la historia del Uruguay, José Batlle y Ordóñez afirmaba: “Las corridas de toros se distinguen de todas las otras fiestas por un rasgo característico: el de hacer de asuntos de agradable entretenimiento, del dolor y la muerte (...). La delicia suprema del buen aficionado al toreo se produce, para unos, cuanto este bruto bravío hunde sus cuernos en las entrañas del indefenso caballo, revolviéndolas y destrozándolas, y, para otros, en el momento mismo en que la ancha y larga espada, entrando hasta el pomo, crispa el poderoso organismo del toro, herido de muerte. La muerte del torero no es un número obligado en una buena corrida. Pero cuando ocurre, alguna rara vez, no hace menos hermosa la fiesta. La emoción que se ha buscado es, al contrario, más intensa. Y ningún aficionado deja de felicitarse de haber presenciado el fúnebre accidente, aparte, por supuesto, los sentimientos de conmiseración que la víctima inspira. Ninguna otra fiesta presenta este carácter, propio del circo romano (...). Ahora bien: este carácter cruento de la plaza de toros la convierte en corrupción de una de las tendencias morales más sanas del hombre. Todos experimentamos, en efecto, con mayor o menor intensidad, una sensación dolorosa, con frecuencia profunda y absorbente, cada vez que nos encontramos en presencia de la destrucción parcial o completa de un organismo animal. Una instintiva percepción de solidaridad que nos vincula con los otros seres vivientes hace que su dolor repercuta en el nuestro con todos los caracteres de un dolor real”.
A estas palabras solo restaría agregar un pasaje del mensaje que acompañó el proyecto de la ley ya referida: “Se ofende la cultura social, se hieren los sentimientos más arraigados, cuando se maltrata a los animales con un fin recreativo o de juego, sin motivo alguno que justifique tales actos”.
Los argumentos finales de Vargas Llosa son que quienes condenamos este atavismo barbárico, lamentablemente aún vigente en algunos lugares y para algunas personas, odiamos a los toros y autoritariamente queremos limitar la libertad de los amantes de las corridas de toros, prohibiéndolas.
Realmente esperaba del afamado escritor algo más que esta pobreza argumental, más propia de un borracho en San Fermín que de un Premio Nobel.
No se engañe, señor Vargas Llosa. Ni usted ni los aficionados a las corridas aman a los toros. En todo caso aman la utilidad que el toro les presta para satisfacer el goce morboso de ver su muerte. Y, naturalmente, nosotros no odiamos a los toros, por el contrario, es esa solidaridad con todo ser viviente de la que hablaba Batlle y Ordóñez la que nos impulsa a condenar y apoyar la extinción de esta infamia.
Finalmente, es un insulto a la libertad reclamarla para asesinar y torturar. No solo más libres serán los seres humanos sino también mejores y superiores espiritual y moralmente cuando la sangre de inocentes deje de manchar la arena y no exista más ese brillo que, ya coagulada, el señor Vargas Llosa tanto gusta de ver bajo la luz del sol.
Dr. Ronald Pais