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    Las fuentes de Hitler

    Columnista de Búsqueda

    N° 1961 - 15 al 21 de Marzo de 2018

    Los grandes logros civilizatorios de Estados Unidos son relativizados por el historiador James Q. Whitman, en un libro que sale a buscar y cree encontrar coincidencias entre el discurso racista del nazismo, con preferencia las terribles leyes de Nüremberg, y la práctica y la legislación racial norteamericana del siglo XIX. La propuesta es interesante como curiosidad, pero está herida por el pecado de la tangencialidad convertida en centro. La obra Le Modèle Américain d’Hitler. Comment les lois raciales américaines inspirèrent les nazis (Armand Colin, 2017) quiere demostrar la poca originalidad de la ideología nazi y la existencia de una variedad insospechada de fuentes, muchas de las cuales pretende referenciar en el primer país del mundo en consagrar mediante instituciones racionales los fueros de la libertad.

    Algo es cierto del proyecto que plantea este libro: el nazismo, en la diversidad de sus equívocos y errores, tuvo poca originalidad. Y no cuesta reconocerlo; ya lo explicó perfectamente el historiador Ernest Nolte en su obra La Guerra Civil Europea 1917-1945 (Fondo de Cultura Económica) al señalar que muchos de los recursos utilizados por el gobierno de Hitler ­­—como el control de la vida civil a través de las diversas capas de la policía política, la existencia y funcionamiento de los campos de concentración para tratar la disidencia, las internaciones de trabajo forzado— están prácticamente calcados de los usos comunes en la Unión Soviética. En cuanto a la formulación del Estado como una unidad orgánica dominada por el partido único donde están representadas las actividades y los intereses del país en condición de recibir directivas y aplicarlas, también tienen que ver con la experiencia comunista y, claro está, con el diseño corporativista que Mussolini logró cristalizar a partir de su consolidación en el poder en 1926-27.

    Pero no hay que confundirse: tanto el fascismo como el nazismo, a diferencia del comunismo, que tenía desde la teoría un plan estratégico de toma y diseño del poder, fueron formidables improvisaciones que acomodaron medidas, planes e instituciones a dos o tres objetivos simples, de base populista y nacional. No hay a priori una teoría estratégica para esos movimientos políticos, sino una pragmática asimilación de oportunidades que se fue abriendo camino en medio de acechanzas, contradicciones y jugadas habilidosas y violentas. El partido nazi de 1922, con sus famosos 25 puntos de reclamaciones, no es el mismo partido de dos años más tarde cuando Hitler sale de la cárcel y comienza a hacer campaña electoral en un avión: para entonces se cambió la estética (aparecieron los símbolos y colores característicos de ese partido), cambió el discurso (siguió con demandas a Versalles pero apuntó a una vaga, nebulosa idea de revolución); también se incorporó mayor volumen e intensidad a la prédica antisemita, antes apenas entrevista y lateral.

    En este punto es donde Whitman acierta. Muestra que esa prédica, la ideología racista antijudía, venía de antiguo en Europa. No cuesta darle la razón; el buen libro de Jules Issac Génese de L’Antisemitisme es un clásico que nos ha ilustrado a varias generaciones sobre ese problema. Pero por fuera de los previsibles tópicos de desprecio hacia los judíos (de los que participan con diverso rango Shakespeare, Voltaire, Bécquer y no solamente Gobineau Drumont o Chamblerlain) están las posturas frente a los miembros de otras comunidades lingüísticas o étnicas, los indianos. Según este autor, el social-darwinismo británico, los eugenistas escandinavos y, claro está, varios pensadores y políticos franceses apiñados en el medio siglo que va de 1880 a 1930, nutrieron con sus aportes la base intelectual de la legislación nazi. Pero —he aquí el detalle polémico, según pretende establecerlo— serían las leyes segregacionistas americanas las que mejor ajustan su influencia a la batería de medidas que el gobierno de Hitler aplicó desde 1935.

    El autor no se atreve a establecer una relación causalista absoluta a la hora de concluir, pero dice, con timidez, que Hitler tenía admiración por las potencias anglosajonas, por el Reino Unido y Estados Unidos. Dice que mandó estudiar con detenimiento los modos que en esos países se usaron para tratar con los colectivos no occidentales.