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    Lo decapitado

    Columnista de Búsqueda

    N° 2061 - 27 de Febrero al 04 de Marzo de 2020

    Hay libros en los que es temeroso tratar con sus misterios, atreverse a quedar solo por sus corredores. Los Diálogos con Leucó, de Césare Pavese (Altamarea, que distribuye Gussi) es notoriamente uno de ellos. Se trata de un compendio de 26 historias en forma de diálogos con un fondo mitológico y simbólico que nos golpean allí donde nos duele, donde somos más vulnerables porque se nos interroga acerca de nuestra identidad, de nuestro sentido de la existencia.

    Pavese padeció, imaginó y escribió esta obra hacia 1946, en tiempos de dolor y reconstrucción en Italia, en tiempos de hambre, de humillación, de poco espacio para nada que no fuera urgente o desesperado. Pero está visto que la realidad siempre es algo más íntimo que lo que simplemente acontece. Por eso la absoluta pertinencia de este hechizado discurso que propicia el regreso del mito al horizonte de los hombres para convertirse en la llave última que nos permite interpretar la realidad; una puerta que se abre a los temas más universales que nunca dejan de perseguirnos: la relación entre el hombre y la naturaleza, las ansiedades eternas, las oscuras diagonales de la sexualidad, la muerte, la necesidad de dolor, el destino y sus aparentes vacilaciones, el recuerdo, la culpa siempre vigorosa y los gemidos tristes del arrepentimiento.

    Los actores de los diálogos son figuras de la mitología griega que mantienen breves conversaciones entre sí y de ellos con Leucotea, la antigua diosa blanca o diosa del mar. Edipo, Tiresias, Calipso Odiseo, Eros, Tánatos, Aquiles, Patrocolo, entre varios, conversan sin preámbulos ni mayores explicaciones. Sus intervenciones irrumpen colmadas de tensión y de tragedia, entre sus líneas se respira el aire familiar de lo irreparable, de lo que no se puede evitar y también de lo inefable, de lo que sustancialmente no se puede decir.

    Con el propósito de diseñar el mapa de aquello que lo convoca y definitivamente lo hunde en la angustiosa reflexión que quiere ser el libro, el autor concibió una suerte de estadios o fases por las que se asoma al arcano del universo y que pesa al hombre como pregunta, como desventura, como desafío frente a la acusación continua de los espejos y de los ecos. Esas tres fases aluden por un lado a un mundo dominado por el caos(titanes y hombres humillados); luego viene la realidad del poder liberador de Zeus que nos habla de unmundo de conflicto entre dioses y hombres, donde la libertad comenzó a hacer su obra y el hombre se levanta por sobre sus limitaciones y reclama su lugar en lo alto. Finalmente con el último diálogo llegamos al momento de la desolación; a un mundo en el que fueron expulsados los dioses, lugar en el que por desdicha todavía nos debatimos. ¿Y qué son los dioses en este alfabeto? Meramente destino; encarnan lo incognoscible, algo que trasciende al hombre y sin salida lo reta a trascender. ¿Qué significa su ausencia? La vacuidad, el non sense, la falta de preguntas; lo muelle, lo decapitado que vergonzosamente sobrevive.

    Los diálogos nos enrostran en un lenguaje que a veces tiene la cadencia del murmullo y a veces suena como si estuviera estrangulado el eterno combate de la razón y de la pasión, esa falta de concordancia que es causa de los abismos del dolor y de las fugaces insinuaciones de la primavera del espíritu. Pavese hace hablar a la memoria que se quedó aprisionada en los mármoles y en las dispersas historias que emigraron de siglo en siglo sin perder la belleza lúcida y cristalina de las estatuas clásicas, donde nada falta para entender todo lo que ha sido dicho. Debido a este exhorto único y radical tenemos un discurso donde los acontecimientos no suceden, no están a la vista sino que son convocados o anticipados, donde el tiempo se quiebra como un espejo roto que da mil caras de un solo rostro; la palabra entonces deja de ser puramente narrativa y prorrumpe como mantra, como emblema de lo vedado, como embrujo y agitación del mundo de verdades que no se consuela por haber sido abandonado al costado del paso de los anónimos, insípidos hombres de la modernidad. Héroes, dioses y titanes en una suerte de curiosa polifonía atonal componen la canción antigua y nueva que podría llevar por simple título “La endecha del destino”, o peor: “Nada, ni siquiera lo eterno, es para siempre”.

    Tres años después de componer esta obra, Pavese se quitará la vida en un descolorido cuarto de hotel en Turín.