N° 2061 - 27 de Febrero al 04 de Marzo de 2020
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáNo es usual, ni siquiera en la historia del tango más antiguo, que un tema —inmortalizado por Carlos Gardel al final de un proceso inesperado— fuera registrado al paso de casi dos décadas con cuatro títulos distintos.
Pero ocurrió.
Eduardo Pereyra, pianista, compositor y director de orquesta nacido en 1900 en Vicente López, provincia de Buenos aires, fue hijo de un matrimonio humilde y un adolescente rebelde que a sus 15 años se lanzó a estudiar con el maestro Vicente Scaramuzza para ganarse la vida tocando “esa música al principio desprestigiada, pero que se iba poniendo de moda” y aunque fuese en cafés y cabarés de dudoso prestigio. Tenía esa edad, precisamente, cuando compuso su primer tango, El africano, en honor a uno de esos sitios donde tocaba, así llamado, que quedó incorporado a lo mejor de la Guardia Vieja y perduró en el tiempo.
Dos años más tarde, Pereyra —apodado el Chon y Cooper Ray— repitió la experiencia y creó Gloria, su segundo tango instrumental, dedicándolo a un cine de Rosario que lo había contratado.
Esta vez la obra pasó sin pena, gloria ni grabaciones, pero el joven autor, añadiéndole algunos arreglos, lo volvió a presentar en sus actuaciones; por mera superstición, le cambió el nombre, registrándolo como Manos de oro, y logró que Roberto Firpo lo llevara al disco, nuevamente con escasa repercusión. Entonces decidió olvidarlo, convencido de su fracaso.
Claro, no contó con las sorpresas del destino.
A comienzos de la década de 1930, un letrista amigo, Daniel López Barreto, halló casualmente la vieja partitura y le pidió al Chon que le permitiera registrarla con un nuevo nombre, el tercero: así apareció, aunque solo lo grabó, sin letra, la orquesta de Cayetano Puglisi, Cuna de los bravos Treinta y Tres. Entusiasmado, Pereyra le mandó la partitura y los versos a Gardel, entonces en España. Al gran cantor le gustó, pero puso una condición para grabarlo: otro título, ¡el cuarto!, y propuso, con aceptación general, La uruguayita Lucía, que hoy sigue siendo un clásico en la voz del Mago.
Es interesante saber las razones de Gardel: corría el año 1933 y él, tres años antes, previo a la final del primer Campeonato Mundial de Fútbol, jugado en Montevideo, había visitado a la delegación local y cantado para ella. Pensó —según el historiador Benedetti— “que grabar un tema titulado Cuna de los bravos Treinta y Tres, luego de ese encuentro cordial con uruguayos, que ganaron el partido y dejaron un dolor profundo en la afición argentina, podría sonar a bravuconada de su parte”.
—Cabellos negros, los ojos azules / y los labios muy rojos tenía / la uruguayita Lucía, / la flor del pago ‘e Florida (…) Hasta que al pago llegó un día / un gaucho que naide conocía. / Buen payador y buen mozo, / cantó con voz lastimera. / El gaucho le pidió el corazón / y ella le dio el alma entera (…) Junto al clarín de victoria / también se escucha una queja. / Es que tronchó Lavalleja / a la dulce pareja / el idilio de un día… Hoy ya no canta Lucía, / el payador no volvió…
Eduardo el Chon Pereyra fue un personaje de película. Acosado por azarosos incidentes que lo llevaron por varias comisarías y rechazando ingresar al servicio militar, huyó durante unos años por rutas diversas: Montevideo, adonde recaló varias veces actuando en el Royal Pigalle, en Radio Carve y en el cabaré Los Diablos Rojos de Piedras y Colón; y luego Los Ángeles, ciudades de España y Brasil, París, Viña del Mar, Medellín, Lima, Valparaíso y Guayaquil, donde, con la complicidad de amigos, pensando ya en regresar a Argentina, armó su propio —y falso— cortejo fúnebre, que contempló, sonriente, desde la ventana del hotel donde se hospedaba.
El Chon, al margen de tales locuras, fue un compositor prolífico y talentoso: es autor de la música, con poesías de los mejores letristas y entre varias otras obras, de Madame Ivonne, tango que Cadícamo hizo sublime y da valor a una melodía que el pianista regaló a la dueña de la pobre pensión donde recalaba en Montevideo, Pan, Y reías como loca, Nunca es tarde, Viejo coche, La fulana, Poema en gris, Farol de los gauchos, Arreando ensueños, El as de ases, El resero y Pasan las horas.
Y logró su objetivo. Cuando volvió a su país, ya había sido exonerado del delito de deserción y siguió actuando hasta poco antes de morir serenamente, en un pueblito cercano a la capital porteña, en febrero de 1973.