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    Los excluidos de la inclusión

    Columnista de Búsqueda

    Nº 2160 - 3 al 9 de Febrero de 2022

    Esta semana mi padre tuvo que hacerse un procedimiento en su mutualista. Como dicho procedimiento implicaba una cirugía ambulatoria, el viernes pasado se hizo un hisopado por aquello del Covid. El resultado le llegó el sábado pero mi padre solo logró conocerlo el domingo por la tarde. ¿Por qué? Porque el sistema le envió un sms a su teléfono no inteligente, comunicándole que el resultado de su test solo era accesible a través de la aplicación Coronavirus Uy. Así que el domingo fui a casa de mis padres y busqué el resultado desde mi celular. El test dio negativo, mi padre pasó sin problemas por el procedimiento y todos quedamos contentos. Sin embargo, el asunto me dejó pensando en los límites reales que tienen la idea de “inclusión” y su prima hermana, la de “diversidad”.

    El incidente me hizo recordar también una columna que escribió hace unos meses el escritor español Arturo Pérez-Reverte sobre cómo los bancos españoles, con su constante “modernización”, están complicándole la existencia a los más veteranos. La automatización de los procedimientos bancarios, que traslada cada vez más gestiones a la órbita de los clientes (al menos de aquellos que estén digitalmente alfabetizados), hace que en las sucursales bancarias haya cada vez menos interlocutores humanos a quienes comunicar una duda o pedir asesoría sobre algún procedimiento bancario específico.

    “Entras en tu banco de toda la vida, y a veces lo único que hay es uno o dos cajeros automáticos, un jefe y único indio con una cola de gente esperando, y donde antes estaba la ventanilla, donde Manolo o Paco hasta le rellenaban al abuelo el impreso, ahora hay un cartel publicitario donde el BZGP (Banco Zutano y la Guarra que lo Parió) anima a los octogenarios a descargarse en el móvil una aplicación que, asegura, permite moverse con rapidez y eficacia por el simpático espacio de la banca cibernética”, escribía Pérez-Reverte en su columna/diatriba contra los supuestos beneficios de la tecnificación bancaria. Más o menos la misma situación de mi padre a la hora de intentar conocer el resultado de su test.

    De la misma forma que somos una civilización tecnofílica, esto es, que damos por buena cualquier porquería que huela a futuro y tecnología, al mismo tiempo somos una civilización prácticamente acientífica: no tenemos la menor idea de cómo funciona ese aromático y cromático futuro tecnológico que nos venden como medio y como fin. Quizá por eso aceptamos gustosos que en vez de ver el resultado escrito en un sms, algo que ya le da un montón de laburo a los más mayores, ese resultado se vincule necesariamente con una app que unifica todos los datos para usos terceros. Y compramos ese giro, por completo innecesario para nuestro trámite concreto, como un gran avance civilizatorio.

    Canjeamos allí la supuesta “comodidad” de los usos tecnológicos por el control al que son sometidas nuestras acciones, incluido un mísero test de Covid. Y pongo “comodidad” entre comillas porque para conocer ese resultado, que podría haber estado escrito en un sms, tuve que crear una segunda cuenta en la app, usando mi celular. No parece que dar 10 pasos para llegar a un dato que podría haber sido enviado en la primera comunicación sea exactamente una ventaja para el usuario. Y si el Estado o mongo necesitan esos datos, pues que los obtengan sin trasladarle el asunto al ciudadano. Especialmente a aquellos que, gracias a esa forma de hacer las cosas, quedan de facto excluidos de los sistemas y métodos de gestión tecnológica que venimos adoptando porque sí, porque podemos y entonces debemos. Porque es práctico, porque es mejor, porque así funcionan las cosas.

    Y eso me lleva al asunto de los límites que la realidad le plantea a las consignas sobre lo “inclusivo” y lo “diverso”. Aplaudimos la inclusión cuando la lucha de algún sector o colectivo tradicionalmente excluido del ejercicio de derechos o ajeno a la toma de decisiones colectiva, logra ocupar el espacio que democráticamente le corresponde. Pero es evidente que eso no implica que todos los excluidos que realmente existen estén automáticamente incluidos en esos grupos que ganan poder y visibilidad. Es un hecho: quienes obtienen el espacio que democráticamente les corresponde suelen ser aquellos que son capaces de organizar su demanda e incidir con ella sobre la sociedad y los gobiernos.

    Por eso los niños (que no votan) y los ancianos (que solo en ocasiones tienen energía para salir a reclamar) pueden terminar siendo los excluidos de los procesos de “inclusión” o convertidos apenas en sujeto omitido en los debates públicos. Por eso la “diversidad” no siempre es tal: solo aquellos grupos organizados y capaces de incidir en la agenda pública son quienes la demandan y, una vez aceptados, pasan a integrarla de manera oficial. El resto es como si no existiera, así de tenue y desorganizada es su demanda.

    El uso de tecnologías que implican una alfabetización específica es un problema para los adultos mayores (más de medio millón en Uruguay), simplemente porque esas tecnologías llegaron un poco tarde en sus vidas y no les ha dado el tiempo, la energía o lo que sea, para adquirir esas destrezas. Esas que se plantean como mínimos habituales, aproblemáticos, para las generaciones más jóvenes. Las mismas generaciones jóvenes que en un montón de videos de Youtube fracasan de manera cómica a la hora de intentar usar un teléfono analógico de disco. Imaginemos que ese cómico fracaso fuera la norma en nuestras vidas y que en eso terminara la mayor parte de nuestros intentos por usar los aparatos que nos rodean y nos exigen apps, contraseñas, conexión, habilidad para manejar una pantalla táctil, etc., a la hora de hacer cualquier trámite o gestión. Es un panorama que no resulta en absoluto cómico y que es cualquier cosa menos “diverso” o “inclusivo”.

    Por eso conviene poder deslindar aquello que se nos vende como “inclusivo” de los procesos reales de inclusión, aquello que supuestamente promueve la “diversidad” de los procesos que de verdad toman en cuenta a las diversas sensibilidades y problemáticas realmente existentes. Deslindar, en definitiva, lo que es propaganda (política o comercial, hace rato que son esencialmente lo mismo) de lo que son los mejores intentos por mejorar la experiencia de vida de todos. Incluso y muy especialmente, la de aquellos que por distintas razones no están en la agenda de nadie y tienen dificultades para articular su demanda. Ser capaces, al fin, de incluir en nuestros procedimientos comunes (y también en nuestras políticas) a todos los ciudadanos realmente existentes y no solo aquellos ciudadanos que logran organizarse. Ser viejo no es delito, no saber manejar una pantalla táctil o no saber qué es una app, tampoco. Y nadie debería ser excluido por ello.