Los macarras de la moral

Los macarras de la moral

La columna de Mercedes Rosende

5 minutos Comentar

Nº 2183 - 21 al 27 de Julio de 2022

por Mercedes Rosende

Y te acosan por la vida

azuzando el miedo,

pescando en el río turbio

del pecado y la virtud.

(Los macarras de la moral, de Joan Manuel Serrat)

“Cualquier cosa que diga podrá ser usada en su contra”, dice la policía en las películas, y la frase se vuelve cada vez más cierta en las redes, donde un simple comentario sacado de contexto puede enardecer a la siempre enardecida opinión pública. Porque Internet, que surgió como una manera de dar horizontalidad a las voces, de permitir la bidireccionalidad en la discusión, que quiso ser un espacio en el que los receptores pudieran convertirse en emisores, también puede transformarse en un infierno de juicios sumarios, en un territorio de linchamientos provocados por la ira popular.

Para los sociólogos Émile Durkheim y Gustave Le Bon estos comportamientos surgen por la desindividuación del emisor, que puede aparecer escondido tras un perfil anónimo, y por la deshumanización del receptor, al que no se tiene delante cuando se lo ataca. Así, se produce una dilución de la responsabilidad de los linchadores digitales, se transforman en una multitud sin rostro, personas y robots que crean cuentas para atacar a la víctima. Es la masa psicológica, dice Le Bon, “un ser provisional compuesto de elementos heterogéneos soldados por un instante, por su reunión, un nuevo ser que muestra caracteres muy distintos de los que cada uno posee”.

Según la RAE linchar es “ejecutar sin proceso a un sospechoso o reo”, pero me quedo con la definición de Manfred Berg: un castigo extralegal cometido por un grupo de personas que se reconocen como representantes de los deseos de una comunidad y que actúan con impunidad. La de Berg introduce dos elementos fundamentales a la ausencia del proceso judicial: primero, una presunta representación de la que estarían investidos los linchantes y, segundo, su expectativa de escapar de una condena legal por causa de sus acciones. Así, los involucrados en este tipo de ejecuciones suelen actuar en nombre del bien, desde una categoría moral superior, y buscan el castigo de la víctima, aunque esperan evadir el propio.

Por supuesto, estoy pensando en el linchamiento digital de Humberto de Vargas, en la tormenta de indignación que recorre las redes contra una persona acusada, en principio, de conducir en “estado de ebriedad” y de desacato, un asunto que no debió salir del ámbito policial y de ahí pasar a manos de la Justicia. Sin embargo, el video y el audio con golpes, insultos y amenazas se filtraron, se multiplicaron y viralizaron, y más allá de los delitos y del papelón del involucrado, se armó una cacería de brujas que juzgó sumariamente al acusado. Y las voces de quienes intentan ya no defenderlo sino restituirle sus derechos, las palabras de quienes no comparten los valores de la horda bienpensante, son silenciadas por comentarios que van desde la descalificación al insulto.

No interesa, no debe interesar, si el destinatario de las iras es simpático o no ni sus antecedentes morales, ni siquiera su mala conducta actual frente a las instituciones, porque para juzgarlo existe una Justicia profesional, una presunción de inocencia, una defensa, todas las garantías del debido proceso.

Lo de Humberto de Vargas no es novedoso. Hace unos cinco años Marcelino Perelló, exlíder estudiantil del movimiento mexicano de 1968, fue linchado por unas afirmaciones desgraciadas en el programa Sentido contrario, en Radio Unam: “Sin verga no hay violación”. Esas palabras cambiarían su vida: el mundo de las redes, especialmente el movimiento feminista, lo linchó sin más trámite. Los influencers viralizaron las palabras de Perelló, y el resultado fue su despido de Radio Unam, la pérdida de su trabajo como docente de la Facultad de Ciencias y, sobre todo, de su reputación como líder contestatario y rebelde, reducido a un misógino más en el poblado universo de los machistas.

¿Qué mueve a la masa, a la turba aparentemente hambrienta de justicia? Como decía más arriba, se trataría de un tribunal moral que cree estar investido de una representación, que actuaría en nombre del bien, de una buena causa. Parecería que nos consideramos mejores personas si nos indignamos contra los sospechosos, si hacemos pagar a los presuntos culpables. Es interesante ver que, si bien la indignación actúa online, el castigo que la masa espera es offline, o sea, se busca perjudicar al destinatario de la rabia justiciera, que pierda algo en su vida real, algo que vaya desde la pérdida de la reputación, el trabajo, o los bienes materiales o simbólicos hasta el encarcelamiento o la ejecución. ¿Algo de envidia? Tal vez, los escrachados no suelen ser pobres diablos. Aunque rebalsa mis posibilidades, sería interesante analizar esas razones, tanto como saber, entre los formadores de opinión, quiénes son los que hoy deciden cuáles discursos u opiniones son válidos y cuáles no. ¿Usuarios con fotos de perfil falsas? ¿Una avalancha de anónimos con nombres de fantasía asistidos por bots?

Debemos tener cuidado, se está generando una instancia judicial paralela a la Justicia institucional, un sistema de internautas que, desde el sofá y sin nombre ni cara, se atribuyen la potestad de juzgar y condenar sin pruebas, sin la posibilidad de defensa del acusado. No está de más imaginar que mañana podemos ser nosotros o nuestras ideas los que estemos en el banquillo de los acusados porque no les gustaron a uno o a dos influencers y seguramente entonces nos acordaremos con más cariño de la presunción de inocencia y del derecho a la defensa, en fin, del debido proceso. Claro, eso si queremos vivir en un Estado de derecho, y si no validemos los tribunales populares y los juicios sumarios, procedamos a levantar una horca entre las palmeras de la plaza Independencia y ejecutemos a los culpables cuando llegue el amanecer.