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    Los problemas en la educación

    Sr. Director:

    Desastre en la Educación. ¿Podemos hacer algo? Aceptar la culpa es el primer paso.

    Un día sí y otro también percibimos la situación actual del sistema educativo uruguayo, del cual formamos parte todos.

    Los padres que enviamos a nuestros hijos a la escuela primaria o al liceo, los docentes que trabajamos en la educación primaria o secundaria, todos vemos algo que la profesora Graciela Mántaras Loedel puso encima de la mesa en la década de los 90 con un título claro y contundente: Desastre en la educación uruguaya ¿podemos hacer algo?

    Pasaron 25 años, cambiaron algunas características del análisis que realizaba la profesora Mántaras con relación a quienes ocupaban los cargos de gobierno en el país en aquel momento y quienes lo hacen hoy, pero lo fundamental de la reflexión propuesta en aquella oportunidad, la preocupación por el desastre de la educación uruguaya sigue igual o peor, porque la educación uruguaya sigue igual o peor.

    Se puede volver a leer a Mántaras hoy porque la realidad es la misma.

    Las sucesivas autoridades han planeado y puesto en práctica múltiples reformas.

    Una verdadera manía de reformar cosas las aqueja a todas, las legítimas y las ilegítimas, desde 1969, por lo menos. La premisa de la que parten es verdadera: puesto que la enseñanza está mal, hay que cambiarla. Entonces cambian: los planes, los programas, los métodos de evaluación, las escalas para evaluar, el tiempo horario de cada clase, el tiempo horario de cada turno, las asignaturas a enseñar o no, los textos, cambian la forma de como se debe pasar la lista, como se deben usar las computadoras que por lo general no tienen conectividad, como se debe coordinar y qué se debe coordinar, etcétera.

    Cambian todo lo que deja todo igual.

    Cambian las caras, cambian los discursos, cambian las formas de justificar lo que no se hace y el desastre sigue igual.

    Es verdad que los alumnos liceales en gran porcentaje no saben leer ni escribir. Para lo primero, silabean o deletrean, carecen de comprensión de lo que leen; para lo segundo, la ortografía, la sintaxis, la puntuación, la expresión, son desastrosas (así nos llegan y casi así salen).

    Decía Mántaras también, que solo se aprende a leer, leyendo y a escribir, escribiendo. Pero a las mayorías de nuestros alumnos liceales no les gusta leer y la culpa no es ni de la televisión, ni del celular, ni de la computadora y ni del Face, donde escriben poco y mal.

    La culpa está en que nadie en su sano juicio puede disfrutar de una actividad para la que carece de competencia.

    La verdad es que buena parte de los profesores no corrigen a sus alumnos los defectos de lenguaje oral ni escrito; y buena parte de ellos, los profesores, tampoco habla ni escribe bien, lo que también ocurre de manera alarmante y creciente entre los profesionales universitarios, los periodistas de prensa escrita, radio y televisión, y de una forma más aguda aún, con los políticos y su máxima expresión, un presidente de la República.

    Porque no se trata de un prurito de corrección académica; se trata de que solo un manejo correcto de la lengua, especialmente en la formulación sintáctica, habilita un pensamiento lógico; de que solo un vocabulario rico y matizado habilita un pensamiento capaz de complejidad, de riqueza y de sentido del matiz; de que solo la capacidad para expresarse de manera creativa habilita un pensamiento que haga lugar a la imaginación, la fantasía, la sensibilidad.

    Muchas cosas hemos perdido; entre otras, la imaginación y la audacia. Y ellas son esenciales para toda tarea creativa. Son esenciales en el campo de la educación.

    La única verdad dogmática aceptable por todos la decía el profesor y director Antonio María Ubilla en Melo: “Estamos en el liceo para ser felices”. Todos cuantos enseñamos de verdad, estamos siempre aprendiendo, siempre sabiendo que aprendemos, siempre pidiendo que nos enseñen más y mejor.

    Pero estamos tan enfermos en el Uruguay de hoy, que las víctimas son los culpables. Y estamos tanto más enfermos, que todos somos culpables hasta que demostremos lo contrario.

    Unos cuantos docentes se quejan de la indisciplina y la falta de seguridad, entonces solicitan porteros en sus reclamos sindicales. Se quejan de la indisciplina y la falta de seguridad para realizar su trabajo. ¿Seguridad? ¿Dónde está la amenaza?

    Es alarmante que un educador sienta miedo de sus educandos, pero es una realidad que ahí está.

    Un estudio realizado en la década de los 60 por IDAC (Instituto de Acción Cultural en Ginebra) entre estudiantes de profesorado indicaba que, ante la pregunta de qué características debía poseer un buen alumno, el 98% de los futuros profesores decía que un buen alumno debería ser atento, disciplinado y dócil. Solamente un 2% indicó como características de un buen alumno el que este tuviera espíritu crítico y fuera reflexivo.

    Si hiciéramos la misma consulta hoy entre el cuerpo docente uruguayo, el resultado debe ser igual o peor.

    Paulo Freire, Moacir Gadotti y Sergio Guimaraes escribieron una vez: “El trípode leer, escribir, contar, se debe transformar en cinco ejes, leer, escribir, contar, oír y hablar”.

    Educar para oír y educar para intervenir, para tomar posición. La categoría pedagógica por excelencia es la decisión. Sin embargo, se educa para obedecer y si alguien desobedece, entonces debe ser castigado.

    Hemos visto volver a circular las tristemente célebres faltas colectivas, o las más tristemente célebres faltas disciplinarias en nuestros liceos.

    Muchos han olvidado o, lo peor, nunca supieron que en la relación pedagógica lo que se aprende no es tanto lo que se enseña (el contenido), sino el tipo de vínculo educador-educando que se da en la relación como lo indica Guillermo García.

    Ya enseñaba Rene Fourcade que los alumnos que generan su propio ambiente de trabajo, desarrollando su tarea de modo independiente, son quienes obtienen los mejores niveles de aprendizaje cuantitativo y cualitativo. Lo verdaderamente esencial en la función pedagógica es la forma en que es transmitido el conocimiento y las cualidades de las relaciones que se establecen entre el docente poseedor de la ciencia y sus alumnos. La riqueza de esa red de las relaciones humanas es la que da su verdadero rostro a la pedagogía.

    Sin embargo, la inversión de la relación medios-fines ha llegado a tal punto que se procede como si los alumnos estuvieran al servicio del liceo y los profesores al servicio de los directores e inspectores.

    La enseñanza debe proponerse formar hombres con mentalidad crítica, ciudadanos responsables, trabajadores solidarios. Seres los más completos posible: la más amplia capacidad hacedora, el raciocinio más lúcido, la sensibilidad más variada y fina. Para ello obviamente debemos repensar toda nuestra enseñanza.

    Lo que nuestros adolescentes no entienden, es nuestra culpa.

    Quienes acceden a cargos jerárquicos, en otro momento ya estuvieron del otro lado del río y desde allá indicaban que se veía una luz. Igual que la canción. Pero solo igual a la canción, porque cuando llegan a la otra margen, todo sigue igual, o peor, que no es lo mismo pero es igual y nadie lucha contra las serpientes del desastre educativo, ni nadie tiene un sueño en una noche de verano, como bien dice Silvio Rodríguez en forma poética.

    Existe una ilusión de participación.

    Todos hablan. Incluso en las sociedades más represivas, por lo menos en apariencia, todos poseen (actualmente) el derecho de hablar. Pero este es exactamente el gran error. Perdidos en lo enmarañado de las palabras que no dicen nada, los subalternos pierden, con el poder cotidiano de decir casi todo, el derecho de pronunciar las únicas palabras que dicen a todos el sentido y las reglas del código del mundo en que viven, como explica Carlos Rodríguez Brandâo.

    El túnel parece largo. Ese debe ser el motivo por el cual no vemos ninguna luz al final, porque aceptar que al final del túnel seguirá la oscuridad, es entregarse, y un educador nunca se entrega.

    La meta última de educar es hacer crecer, es lograr que quien aprende “no dependa de”, es establecer un paradójico vínculo cuyo profundo sentido se cumple al romperse como tal, o sea, cuando el educando deja de ser, en tanto implica depender de un educador, dice Guillermo García, y es esa la única verdad verdadera.

    Si la enorme mayoría de los estudiantes fracasa, el fracaso no es de los estudiantes, sino del sistema.

    Pero la culpa siempre es de otro.

    Los adolescentes son culpables de adolescencia. Los profesores son culpables de complicidad con los adolescentes. Las autoridades son inocentes de y por autoridad.

    Y así estamos…

    Profesor Wasen