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    Madame de Staël y la Revolución

    Columnista de Búsqueda

    N° 1921 - 08 al 14 de Junio de 2017

    Haber conservado la cabeza y en ella la cordura durante la caída de la monarquía, el ascenso del terror y la grosera tiranía de Napoleón son dos méritos que definen en tercer rango la importancia de la baronesa de Staël. El primero de todos los rangos es, fuera de toda duda, su formidable y rara inteligencia, su versatilidad de acceso a los complejos procesos de los que fue privilegiado testigo y aun protagonista que no deja de asombrar. En segundo lugar —a mitad de camino entre su arte para supervivir a los más duros vendavales de la historia estando en el lugar exacto y en el momento exacto y su vasta cultura y su fina penetración comprensiva—, se encuentra su pluma liviana, pensativa y diversa que es capaz de analizar, de testimoniar, de volverse intimista o fríamente analítica sin violencia, sin saltos abruptos, con una naturalidad que tiene una perfecta mezcla de conversación fluyente con implacable tono de denuncia o con encendido y valiente alegato. Madame de Staël escribe con esa solvencia nada artificiosa que es propia de los infrecuentes dueños de una personalidad estilística; no se parece a nadie, y tampoco parece inalcanzable para nadie; claro que cuando nos acercamos al detalle de sus construcciones advertimos la riqueza de los subtextos, las temibles ironías, la buena oportunidad de los comentarios laterales.

    Por tales buenas razones es que debemos saludar la aparición de sus Consideraciones sobre la Revolución francesa (editorial Arpa, que distribuye Gussi), obra de cerca de 800 páginas que es, repárese, una de las fuentes testimoniales directas para estudiar algunas incidencias y contextos de la insensata aventura que tanto dolor, tantas esperanzas y tan pocas mejoras llevó a la generación que la protagonizó. En esa condición tiene un elemento diferencial: Germaine Necker, hija del tres o cuatro veces ministro de Luis XVI, tuvo la fortuna de asistir desde la más viva cercanía a los principales acontecimientos que definieron primero el deterioro, luego la crisis, luego la caída de la monarquía y luego el ascenso de los extremismos, el exilio, la redención errática que representó Napoleón seguido del doloroso imperio de sus resentimientos y de sus ambiciones. Como hija célebre de un hombre célebre, como aristócrata culta, como escritora, como militante en favor de la libertad de pensamiento, como porfiada amante de Benjamín Constant, como influyente voz que armó la gran agitación de los salones de novedades culturales y políticas de su tiempo, esta mujer es el símbolo irrepetible de una época que ha sido forjadora de mitos entrañables, de instancias ciertas de porvenir, de amaneramientos brutales y sin límites.

    Mi primer contacto con la figura de la señora de Staël se lo debo a Chateaubriand, a sus cartas, a sus Memorias de ultratumba, a sus muchos litigios y admiraciones, a ciertas causas comunes que abrazaron. Para el autor de El genio del cristianismo esta mujer controversial y fascinante representa con fidelidad el empuje de una generación que buscó con heroica tenacidad y algo de ingenuo idealismo dotar a su tiempo de un sentido fundacional que decididamente no encontró en la Revolución francesa, que vio defraudado en Napoleón y que finalmente habría de cobijarse en la literatura y en las nebulosas regiones del espíritu aquello que Hegel pretendió discernir como esencia y marcha de la Historia Universal. Ambos, en verdad, compartieron desencantos, frustraciones, delicadezas de alma, enconos, aplausos y censuras. Se supieron amigos, pero fueron condenados a ser competidores; a los públicos de entonces les gustaba creer que el católico bretón que abjuraba del mesianismo revolucionario poco o nada tendría para compartir con la hermosa suiza que había leído con pasión las obras de Rousseau. De las invectivas, cartas y comentarios de Chateaubriand pasé inevitablemente a leer la Correspondencia de esta autora y allí, sin esperar más, abordé su primera novela, Delphine, que me pareció interesante como alegato feminista en unos años donde era peligroso sostener el punto. Desde entonces, hace ya más de 30 años, no toqué un libro de Madame de Staël.

    Me quedó desde entonces, sin embargo, un episodio que cuenta Chateaubriand; dice que en el ocaso de sus días, Madame de Staël recuperó con él su amistad, nunca rota pero sí intervenida por confusiones y terceros, y le confesó que había preparado una obra que no quería publicar en vida acerca del gran torbellino de 1789. La comentaré a partir de la próxima semana.