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    Malbaratando las palabras

    Columnista de Búsqueda

    Nº 2229 - 15 al 21 de Junio de 2023

    Supongo que la cosa varía en cada caso, pero calculo que en general ocurre más o menos así: en alguna cátedra de ciencias sociales de alguna universidad importante, de esas que logran propagar sus ideas a otras universidades en otros países, alguien decide desarrollar o actualizar lo que dijo un pensador (por lo general europeo) a su momento concreto. Esa tarea implica usar una serie de conceptos y palabras que, por lo general, son expuestos y utilizados de manera bastante específica por esa cátedra o catedrático. En terrenos de la ciencia siempre es importante hacer explícito el alcance que tiene cada uno de los términos y conceptos que se usan para intentar explicar algo. De lo contrario, se entra en el terreno del chamuyo, la vaguedad y el “así como te digo una cosa te digo la otra”.

    Hasta ese momento todo está bien: alguien tiene una teoría con la que intenta explicar determinadas cosas de la realidad, construye unas hipótesis y, en la medida en que eso es posible en las ciencias sociales, intenta contrastarlas. En cierto momento, ya sea porque esa teoría se empieza a filtrar a la sociedad (como parte de cierto “sentido común”) o, de manera más clara, en las políticas públicas, esas ideas y esas palabras comienzan a aparecer en los documentos oficiales. Ya no es una cátedra o un grupo de científicos quienes usan ese vocabulario. Gracias al éxito social de sus análisis e informes, esas palabras comienzan a aparecer en discursos, en materiales de uso institucional más allá de las universidades y, finalmente, aparecen en la ley.

    Si bien este es un proceso bastante habitual, presenta un problema para las palabras: lo que en un primer momento implicaba un uso específico y acotado de ellas, muy pronto se va volviendo una suerte de muletilla, un lugar común al que se apela cuando en vez de mirar críticamente, lo que se desea es ganar puntos ante la opinión pública. Y es que a diferencia de lo que ocurre en ámbitos científicos (al menos mientras siguen siendo científicos), en donde la validez de un concepto se mide por su capacidad analítica y descriptiva, en el terreno de la opinión pública lo que importa es que ese concepto sea llamativo, que genere impacto, que conmueva las conciencias y las convoque a hacer esto o lo otro. Las palabras entonces dejan de ser una herramienta analítica para convertirse en una herramienta emocional.

    Esto es bastante evidente con conceptos como “inclusión” o “diversidad”. En este momento no debe haber en el planeta un solo gobierno o una sola institución social que no use estas dos palabras mágicas en sus documentos oficiales. Especialmente en aquellos documentos que son una declaración de intenciones, es decir en donde se declaran públicamente las metas de una gestión. No debe haber una sola autoridad en el mundo, del signo que sea, que no recurra a esas muletillas. Habrá quien lo haga de manera honesta, aunque sin la menor precisión, y habrá quien lo haga por subirse al carro sin tener el menor interés en que esos conceptos vagos se hagan realidad al ser aplicados en, por ejemplo, una política pública.

    Este uso vago y meramente emocional de conceptos que, para ser útiles, deberían ser usados de manera muy acotada y específica, es algo bastante evidente en los documentos y el discurso de los organismos internacionales. Y me temo que eso fue lo que ocurrió con las declaraciones de la relatora especial de las Naciones Unidas sobre la venta, la explotación sexual y el abuso sexual de niños, Mama Fátima Singhateh, quien tras estar 11 días en Uruguay concluyó lo siguiente: “Hay una necesidad de cambiar la cultura en Uruguay que normaliza la explotación y el abuso sexual de menores”.

    Allí las palabras normaliza y cultura están siendo usadas de una manera muy laxa y de hecho contradictoria. Ya sigo con eso, pero antes quiero señalar algo que, en medio de la locura partidaria en la que estamos, nadie parece haber notado: la abogada gambiana no dijo que este gobierno “normalizara” nada, dijo que es Uruguay quien “normaliza” la explotación y que tiene una “cultura” que avala esa explotación y ese abuso. Pavada de declaración que tira al tacho todos los esfuerzos que, desde todas las filas políticas y un montón de organizaciones de la sociedad civil, se vienen haciendo desde hace décadas al respecto.

    Para explicar sus conclusiones, la relatora especial apuntó hechos (“Uruguay sigue siendo un país de origen, tránsito y destino de víctimas de trabajo forzoso y trata con fines de explotación sexual de mujeres y niños”.) y percepciones recogidas en esos escasos días que estuvo en el país (“Durante mis conversaciones con los interlocutores, tuve la percepción por parte del público de que hay mucha impunidad en los casos, no solo en este caso, sino en general”.). Fue precisamente al ser consultada sobre el caso del senador Gustavo Penadés que hizo este último comentario.

    Creo que la relatora, que hace más de una década que trabaja en organismos internacionales, es sincera en su preocupación. Pero entiendo que es una contradicción hablar de “cultura” y de “normalización” precisamente cuando es un senador quien está siendo investigado por la Justicia. Si existiera una “cultura” de la impunidad en el tema, Penadés no estaría en la situación en la que está, desaforado y enfrentando una investigación. Que en Uruguay persistan prácticas aberrantes respecto a los menores de edad no implica ni mucho menos que eso se “normalice”. Lo que sí parece estar “normalizado” en el discurso de los funcionarios internacionales es el uso laxo y esencialmente retórico de un montón de palabras que alguna vez fueron conceptos analíticos claros. Un uso que más que atender a una problemática, lo que busca es impactar en una audiencia.

    ¿Estoy diciendo que Uruguay no tiene problemas en la materia? No, y de hecho el caso del senador investigado parece decir que esos problemas son grandes. ¿Equivale eso a decir que en el país existe una “cultura” de la impunidad que “normaliza” esa violencia? Una vez más, el caso del senador parece decir exactamente lo contrario, que esas violencias son penadas, que existe Estado de Derecho, separación de poderes y que la Justicia investiga a todo aquel que traspasa la línea, senadores incluidos.

    El problema entonces no son tanto los hechos como el uso de las palabras. Sin precisión, sin un sentido firme detrás, las palabras pierden su valor descriptivo y se van convirtiendo en sombras de sí mismas y de su utilidad colectiva. Si todo es “sistémico”, “cultural” o “normalizado”, nuestras prácticas concretas, nuestras luchas diarias serían inútiles, mientras no lográramos cambiar el “sistema”, la “cultura” y hasta nuestro criterio de “normalidad”. Por fortuna las sociedades, especialmente las democráticas, son capaces de avanzar y mejorar sin tener que esperar por esas transformaciones absolutas. Eso sí, mientras tanto las palabras se van malbaratando y quedando sin sentido ni contenido, esperando a que el demagogo de turno las rellene con lo que sea que necesite para vender su crecepelo.