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    Más que un linchamiento

    N° 2059 - 13 al 19 de Febrero de 2020

    El despiadado asesinato del cuidacoches Javier Falcón, el domingo 2 en Pando, se perpetró porque intentó impedir que un grupo robara una moto que por su oficio se sentía responsable de cuidar. La turba reaccionó y lo atacó. En desventaja procuró huir y bajo las primeras luces de la madrugada lo persiguieron como a una presa de caza. Le dieron alcance, lo golpearon con piedras y lo asesinaron a cuchilladas. Un linchamiento.

    “¡Cómo se atreve un pichi a impedirnos robar! ¡Hay que darle su merecido!”, fue probablemente la salvaje y asocial filosofía del grupo mafioso de 10 personas. De otra forma no se explica. O quizá sí, pero es una tarea para sociólogos y psicólogos.

    Es imposible no asociarlo con decenas de ficciones basadas en linchamientos, como son la película mexicana Canoa, la argentina Umbral o la estadounidense La jauría humana. Han sido recurrentes en el cine de vaqueros pero el mayor ejemplo social, político y de discriminación es el del Ku Kux Klan, que torturaba a los negros antes de ahorcarlos. Porque sí. Por ser negros e indefensos. Siempre en patota. Como ahora.

    El mejor ejemplo lo dio Álvaro Ahunchaín el miércoles 5 en El País bajo el título “Naranja mecánica”. Lo tomó de la extraordinaria película de Stanley Kubrick que recrea con crudeza el salvajismo de una pandilla drogada que es conducida por un psicópata. Bajo su mando practicaban una violencia sin límites.

    Lo ocurrido en Pando —un linchamiento con la precisa definición académica— no tiene precedentes. Sin embargo, ha ocupado un espacio marginal en los medios. Gran parte de la información se basa en estériles debates por Twitter, enfrentamientos artificiales entre mediocres estrellitas del mundo del espectáculo, el desborde de nalgas veraniegas que volantean las interesadas y mucha, mucha demagogia partidaria.

    Esos mismos demagogos marginan lo ocurrido en Pando pese a que encendió una nueva y creciente luz roja sobre el riesgo para la sociedad. Quizá fuera diferente si las víctimas fueran sus cónyuges, hijos, amigos o vecinos. Olvidan que solo ocupan un lugar en la historia quienes se enfrentan a la realidad con coraje y energía y no a través del escapismo.

    La omisión de tratar en profundidad lo ocurrido en Pando es grave porque abrió una modalidad delictiva hasta ahora ausente (por lo menos no pública) con fuertes vínculos con la justicia por mano propia y la creciente violencia entre grupos de jóvenes. Estos —probablemente todos— canalizan su testosterona a través de los enfrentamientos y el vandalismo impulsados por la euforia y la sensación de poder que genera el consumo de drogas. Volvió a ocurrir en la madrugada del sábado 8 en Durazno. Dos bandas de un centenar de jóvenes se enfrentaron entre sí y cuando llegaron al lugar unos pocos policías unieron sus fuerzas para atacarlos. La policía es el enemigo común y el consumo el amigo también común.

    Es muy parecido a lo que ha ocurrido varias veces en Montevideo, especialmente en lugares diversos de la rambla.

    Este accionar de patotas no es nuevo en Uruguay. En cambio, sí lo es la agresividad de grupos que atacan con violencia a un solo individuo, como a Falcón. Se está consolidando una cultura violenta que se cimenta desde los primeros años de vida. Eso no ocurre de la noche a la mañana.

    La ineficiencia policial en algunos casos (en Pando no había un solo uniformado) y la aplicación de normas timoratas o acuerdos cercanos a la impunidad alientan esas acciones que no son exclusivas de marginales. Se extienden al resto de la sociedad y algunos padres o profesores pueden dar fe de lo que ocurre.

    Un ejemplo válido de que trasciende las extracciones sociales lo recuerda Ahunchaín sobre la patota de 10 rugbistas argentinos que a fines de enero asesinaron a golpes y patadas a un joven. Aquí tuvo proyección pública por el nivel social de los involucrados, porque varios medios locales actúan como apéndice de los argentinos, o porque uruguayos provincianos viven como propio lo que ocurre en Argentina.

    Entre uno y otro país hay diferencia en las sanciones. Los asesinos argentinos de élite que actuaron con premeditación y alevosía pueden ser condenados a cadena perpetua, comentó un fiscal argentino. Los de Pando, asesinos de un pobre hombre en situación de calle (se lo pretendió descalificar al hacer público que tenía antecedentes y consumía drogas como si por ello mereciera la muerte) también actuaron con premeditación y alevosía.

    Si los capturan y el viento legal respalda los intereses de la sociedad uruguaya podrían ser condenados a un máximo de 30 años. Aunque así fuera saldrán mucho antes amparados por la generosidad legal. Otros nunca serán castigados o los mandarán con papá y mamá.

    Estas situaciones —para seguir el razonamiento de Ahunchaín— forman parte de un bastardo debate social que se encamina hacia lo absurdo, deja por el camino lo esencial y anestesia a los ciudadanos. La agenda informativa toma esos hechos y los traduce “en fábulas pueriles” que en lugar de condenarlos los justifican, “echando mano a torpes (agrego intencionales e insensibles) esquematismos ideológicos”, dice.

    ¿Cuáles son los proyectos políticos o gubernamentales para enfrentar entre todos, sin distinción partidaria, estas formas de violencia delictiva? ¿Qué planes tiene sobre esto el futuro ministro de Educación? ¿Y el de Salud? ¿Es también un tema de salud pública con víctimas y victimarios? ¿Por qué no es un tema central en los debates de programas televisivos o las tertulias radiales? ¿A qué se debe que se omitan en los guiones de carnaval? ¿Es acaso porque esos mafiosos, sus amigos y familiares ocupan lugares en las tribunas y más vale no meterse? Así nos va.