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    Matar a los cucos

    Director Periodístico de Búsqueda

    Nº 2233 - 13 al 19 de Julio de 2023

    La voluntad privatizadora y el neoliberalismo. La defensa de los más poderosos en detrimento de las clases trabajadoras. El pueblo contra la oligarquía. El malla oro contra el laburante. La ley para vender la mayoría del paquete accionario de Antel, frenada por una consulta popular (¡hace 30 años!), en contraposición con los aportes realizados por esa empresa al Estado en las últimas décadas. Algunos ejemplos de los argumentos manejados en las últimas semanas por referentes de la oposición.

    Que la intendenta de Montevideo y precandidata presidencial, Carolina Cosse, es una versión edulcorada de los comunistas, esos que operan en las sombras y que son los que en verdad mandan. Que en el fondo siguen creyendo en la dictadura del proletariado y que es allí hacia donde se dirigen. Que su principal competidor en la interna, el también jefe comunal pero de Canelones, Yamandú Orsi, es un tupamaro encubierto y que su filosofía verdadera es muy similar a la que tenía el Movimiento de Liberación Nacional en la década de los 60. Que entre ellos sigue latente la imposición de las armas sobre las urnas. Algo de lo que se escucha con insistencia del otro lado, en especial desde los dirigentes más combativos.

    De lejos, parece una continuidad de la Guerra Fría. Capaz que algunos de esos argumentos pueden llegar a tener cierta validez y hasta ser tenidos en cuenta en determinados momentos y discutidos en profundidad. Pero el problema es si se terminan transformando en el centro del debate político actual.

    Porque estamos en el año 2023, a más de 30 años de la caída del Muro de Berlín y del desmoronamiento del bloque soviético. Está claro que en gran parte del siglo pasado la dicotomía era entre capitalismo y comunismo pero esa no parece ser la disyuntiva actual. Alcanzan los dedos de la mano para contar los regímenes comunistas —cada vez menos, por cierto— que quedan en el mundo y los viejos líderes de ese bloque, como China y Rusia, ya se mueven en otro terreno muy distinto, a veces mucho más capitalista que el del mundo occidental.

    Y en ese mundo fue que crecieron los votantes menores de 40 años, que además de ser cerca del 20% de los ciudadanos uruguayos habilitados para las próximas elecciones nacionales son los que estarán o ya están a cargo del mundo que ahora se está construyendo.

    Muchísimos de ellos viven en una realidad muy distinta. Se sienten ajenos a ese tipo de discusiones, no los representan. Todavía hay unos cuantos en las nuevas generaciones que militan en política pero son cada vez menos. Esa es una realidad que reconocen todas las colectividades, que también aseguran por lo bajo que cada vez les cuesta más convencer a las personas más valiosas desde el punto de vista intelectual, laboral, artístico o profesional de que den el paso a la actividad pública. Y cuanto más jóvenes, peor.

    Mientras, los nuevos votantes avanzan pero en otras carreteras. Es mentira que ya nada les interesa y que pertenecen a una generación que está estancada y que poco aporta al mundo actual. Lo que hay es un tema de sincronización entre el mundo político y el mundo real. No ocurre siempre ni les pasa a todos los dirigentes, jerarcas y legisladores, pero ese divorcio existe y retrasa el camino al desarrollo.

    Un solo ejemplo muy significativo: en los grandes estudios legales uruguayos cada mes se concretan negocios millonarios en dólares protagonizados por menores de 35 años que se desempeñan en el rubro tecnológico. La historia se inicia con pequeños emprendimientos locales basados en buenas ideas que luego generan interés en el mercado internacional de las tecnologías de la información. Unas pocas de estas transacciones comerciales se hacen públicas pero muchos optan por no comunicarlas. No les interesa la exposición y quieren estar especialmente lejos del mundo político.

    Lo mismo ocurre con una cantidad de jóvenes que triunfan en otras áreas. No hablan de izquierda y derecha, de capitalismo contra comunismo o de la Guerra Fría y las causas que provocaron las dictaduras militares en la región. Son de otro tiempo, tienen otros intereses y ya no sienten como un logro llegar a los principales lugares de la actividad pública. Para muchos de ellos la política no es un sinónimo de reconocimiento, es una actividad que se hace por descarte y que aporta poco a sus vidas cotidianas.

    ¿Qué si fueron los jerarcas del actual gobierno o los del anterior los que más recurrieron al Hospital Policial para atenderse ellos o sus familias? ¿Qué si las denuncias de irregularidades son más o menos importantes ahora que en el pasado? ¿Qué si el debate en una interpelación dura 10 o 24 horas? No les interesa detenerse en ese tipo de coyunturas. Sienten que pierden el tiempo y que, en cierta medida, están discutiendo a ver quién es menos malo con base en unas reglas de juego que no comparten. Las comparaciones parecen sin sentido para ellos cuando esos son los temas y las diferencias son tan pequeñas.

    Sí prestan atención al cuidado del ambiente, a las nuevas tecnologías, a la inteligencia artificial y los nuevos métodos de enseñanza, al combate a la discriminación, a los nuevos modelos de familias y a otros asuntos más vinculados a la agenda social. Es ahí donde los más jóvenes se sienten comprometidos y cómodos, según concluyen algunos estudios de opinión pública. Y muy pocos de esos temas están en la agenda política actual.

    Los que permanecen elección tras elección son los cucos. Los buenos de un lado y los malos del otro, con argumentos que se arrastran por décadas. El mundo cambia a cada segundo pero el debate político sigue anclado en la segunda mitad del siglo pasado, tiempo en el cual los nuevos votantes de hoy ni siquiera habían nacido.

    Para revertir esta situación hay un solo camino. Es hora de matar a los cucos porque si no quedarán cada vez más aislados y se van a morir de viejos y anticuados, en soledad. El problema es que con ellos se llevarán mucho de lo imprescindible de la política. Porque los cucos todavía funcionan pero para ahuyentar a las nuevas generaciones. Y eso solo sirve para que la función política pierda su fortaleza y que la tarea de mejorar la realidad quede en manos de unos pocos.

    Sería una pena.