Nº 2164 - 3 al 9 de Marzo de 2022
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáDos años después de la muerte de Stalin y un año antes de la cruenta invasión soviética a Hungría, Raymond Aron enjuicia duramente a la intelectualidad francesa, cómplice complaciente de los terribles crímenes en masa que estaba perpetrando el comunismo. Su libro El opio de los intelectuales denuncia que una gran mayoría de las figuras de las letras y de la academia manifestaron una inexplicable y obsecuente simpatía por el Partido Comunista y sus aliados; señala allí que algunos cristianos de la época, incluso, llegaron a considerar a los comunistas como interlocutores esenciales en el debate cultural y social, como si se tratara no de personeros de un totalitarismo infame, sino camaradas de ruta en la construcción de una fantasiosa justicia social cuyo contenido nadie se atrevió a identificar.
Con claridad, con argumentos de una contundencia que no admitía réplicas, Aron condenó esas bajezas y dejó estampadas para siempre las distorsiones cognitivas y las renuncias morales de unas generaciones que vieron el mal, lo tuvieron bien cerca, lo palparon en el dolor de millones de víctimas y no solo pasaron de largo, sino que se prestaron para convalidar el horror como forma de favorecer los objetivos de la revolución.
Por la misma época, en 1960, Von Hayek observó un panorama menos desalentador en los Estados Unidos, pero también algo confuso y no exento de peligros. Advirtió que de esa parte del Atlántico el abrumador testimonio del comunismo soviético despertó la distancia de muchos intelectuales que con argucias, gestos malabares o bien honestos desencantos se habrían de alejar de la seducción del marxismo. En su obra de 1960, La constitución de la libertad, indica que esos intelectuales despertados de la pesadilla comunista no dejaron, sin embargo, de tener fascinación por la injerencia del gobierno en los asuntos individuales, por el atropello de los derechos personales bajo el compromiso de batallar por la “justicia social” a través de una redistribución de ingresos dirigida por el Estado.
El Estado de bienestar, en efecto, empezó a consolidarse como una suerte de discurso único en un número cada vez mayor de países y encontró, como es lógico, juglares de ocasión, sofistas bien dispuestos. Hayek contrarrestó resueltamente esta tendencia destacando que el progreso permanente y el ulterior desarrollo exitoso de la civilización en beneficio de todos solo se producirían en el marco de las condiciones de una sociedad libre; así lo ha mostrado la historia, dijo, y así también lo convalida la ciencia: donde hay libertad para hacer hay progreso.
En esa obra Von Hayek postula que la libertad es el estado de ausencia de coerción por parte de otras personas que quieren sacar provecho para sus propios fines; por eso ve en la iniciativa individual el motor y garante de la prosperidad y el florecimiento de la civilización occidental. Y en consecuencia destaca que la planificación económica y social central, como en el socialismo y en los modelos que tienden más rápida o lentamente a su conformación, siempre tiene menos éxito que el orden espontáneo que se desarrolla a partir de la autoorganización del libre mercado. Un planificador central nunca puede tener el conocimiento que está “almacenado” en el libre mercado, que forma parte del genio misterioso del mercado, donde las manos y las ambiciones de millones de operadores van fraguando la realidad de instante en instante, van construyendo el ámbito en el que el mayor beneficio es el objetivo de cada uno de los actores. Dicho con mayor claridad: solo la mayor libertad posible para todas las personas invocará las fuerzas creativas que son esenciales para la preservación y el desarrollo ulterior de la civilización y será fuente real de prosperidad; lo que es bueno para el individuo libre y acogido a la ley termina siendo bueno para el conjunto.
El verdadero sentido del orden es garantizar que esta condición no se encuentre amenazada. Cree Von Hayek, para mi gusto temerariamente, que la democracia es la forma ideal de sociedad para garantizar la mayor libertad posible; pero acota, para mayor tranquilidad de los que nos hemos tomado en serio las justas reservas de Schopenhauer y de Nietzsche, que el tal sistema no garantiza automáticamente la libertad individual. El margen discrecional de las autoridades conduce a la arbitrariedad, la desigualdad y la falta de libertad. Por lo tanto, dice, los políticos deben estar sujetos a reglas. Añado: a severas, a impiadosas reglas.