N° 2043 - 24 al 30 de Octubre de 2019
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Para ella el tiempo no existe, es una sucesión de momentos iguales, calurosos, monótonos, un tiempo que sería interminable en otro lugar y para otras personas. Sentada en el suelo, intenta espantar moscas y vender tres paltas, unos manojos de perejil y las cincos papas. Se sienta en la calle porque en Puerto Príncipe no hay vereda o la vereda está destruida desde los tiempos del terremoto; apoya la espalda contra el muro altísimo de una casa de ricos. Llegó de noche y extendió una bolsa de plástico, acomodó algunos morrones verdes, una par de papayas, unos mangos. Se sienta en cuclillas como todas las haitianas pobres, las rodillas muy abiertas y la pollera arremangada casi hasta la cintura, y con un trapo se cubre el sexo desnudo.
A eso de las tres de la mañana había metido todo en un canasto que puso sobre su cabeza y empezó la larga caminata hacia Pétion-Ville, unas tres horas de ida y otras tantas de vuelta, montaña arriba y montaña abajo.
Usa chancletas de plástico rosado, una pollera que le queda grande y una remera que dice I love NY.
Ella, como el 80% de los haitianos, no tiene trabajo ni ayuda social, no tiene acceso a la salud ni a una enseñanza gratuita para sus cinco hijos, y nunca tendrá una jubilación.
Para ella el tiempo no existe, no es una variable, nunca usó reloj ni lo necesita. Sabe que es mediodía porque el sol fríe la piel negra y brillante de su rostro, sabe que si no se protege tendrá llagas, quizás infecciones, y usa un pedazo de cartón que sostiene con la mano en alto. Ese es su protector solar.
II
Haití se desangra, como de costumbre.
En el país más pobre de América y uno de los más pobres del mundo, nada funciona: las rutas están cortadas, el suministro de combustible interrumpido, las escuelas cerradas desde hace más de un mes y los hospitales, si es que se puede llegar a ellos, sin medicinas en un país en el que recrudece el cólera. Con un desempleo que bordea el 80% las industrias están paradas y los comercios bajaron las cortinas. No hay electricidad ni agua potable. No hay alimentos. Nadie confía en la Justicia para defenderse contra la violencia, la delincuencia, el abuso, la injusticia. En realidad, nadie confía en ninguna institución.
Las manifestaciones que piden la renuncia y el juicio del presidente Jovenel Moïse, involucrado en el caso de corrupción de Petrocaribe, se suceden cada semana. Una de las últimas, la del jueves 17 de octubre, coincidió con el aniversario del asesinato del héroe de la independencia haitiana, Jean Jacques Dessalines, antiguo esclavo que se proclamó emperador en 1804 tras triunfar la revolución contra Francia. La jornada de protesta, que tuvo una participación inferior a la esperada, comenzó con una ceremonia vudú para pedirle ayuda a los espíritus “para que el presidente deje el poder”. En las fotos y videos se ven los manifestantes apiñados, enfurecidos: son pobres, jóvenes, y casi todos son varones en un país en que la mujer ocupa un espacio de subordinación.
En medio del caos, el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas finalizó sus 15 años de operaciones de paz en Haití para dar paso a una simple misión política, lamentando, faltaba más, “la gravedad de la crisis” y anunciando la meta de promover “la buena gobernanza”.
Haití se desangra, como de costumbre. Como ya nos tiene habituados.
Ayer fueron el terremoto y los huracanes, antes las dictaduras brutales y sangrientas de los Duvalier, hoy la corrupción a niveles estratosféricos, y mañana quién sabe qué será, porque hay solo una certeza: vendrá otra desgracia. Y siempre, siempre la miseria, la terrible miseria que aletarga los sueños, que anula esperanzas, que condena a vivir en una sucesión de momentos iguales, calurosos, monótonos, interminables.
Y aunque en cada concentración de protesta se producen muertos y la cifra puede trepar a más de 20 en un mes, las manifestaciones callejeras parecen ser la única actividad posible en un país que la comunidad internacional deja morir de hambre, de enfermedad, de indiferencia.
Porque Haití se desangra, como de costumbre, pero nadie llora cien veces por la misma pena, y hoy la prensa internacional tiene tragedias más novedosas para comunicar, las Naciones Unidas otros desvalidos para salvar y las ONG del mundo otros hambrientos para alimentar.
Y Haití se va quedando solo, olvidado.
III
Por ser mujer le corresponde ir a buscar el agua a la canilla comunal, cargar con un balde de 20 litros sobre su cabeza, caminar hasta su casa allá arriba. Tiene 20 años, lleva el bidón de agua desde los 5 o 6 y tiene escoliosis en la columna. ¿Dije que tiene 5 hijos? Parece que tuviera 40 años, por lo menos.
El tiempo no existe para ella, las horas pasan frente a su mirada perdida, su boca en silencio, se tapa la cara con un cartón y espanta las moscas, poco más que eso.
Ve venir la manifestación, los ve acercarse y se apresura a recoger sus papas y las paltas en la bolsa de plástico, hace un hatillo que acomoda sobre la cabeza, aprieta su cuerpo contra el muro altísimo de la casa de los ricos mientras pasa la multitud de hombres que grita, que pide la renuncia del presidente.
La muchedumbre se aleja y ella vuelve a extender su lona, vuelve a sentarse, a arremangar su pollera y a tapar su sexo con un trapo.
Sabrá que ha llegado la hora de volver a casa cuando el sol empiece a perder fuerza, bajará el cartón con que se protege del sol, recogerá los morrones y las papas que no ha podido vender, armará el petate que volverá a colocar sobre su cabeza, y caminará. Caminará esta noche y todos los días de su vida, hasta que ya no tenga fuerzas.
Ella no espera nada, el tiempo no existe, es un largo instante entre la vida y la muerte.
Después de todo, a quién le importa: hoy ya nadie es Haití.