Neoliberalismo de la vida diaria

Neoliberalismo de la vida diaria

La columna de Fernando Santullo

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Nº 2157 - 13 al 19 de Enero de 2022

Enero avanza con las predecibles “olas de calor” de cada año. Sería noticia si las olas fueran de frío en pleno verano, pero tratándose de calor, en eso no hay nada nuevo. Tampoco es nuevo que la Montevideo de antaño, esa que quedaba vacía durante todo el primer mes del año, ya no existe. A partir del día 9 o 10, las calles comienzan a llenarse de autos y de peatones en su habitual batalla, solo que librada en espacios comparativamente vacíos. Quizá por eso es fácil constatar, por enésima vez, lo poco colaborativo que es el tránsito capitalino. O el capitalino, en general y a secas.

Por ejemplo, el señor que viene circulando por una calle de dos carriles y antes de llegar al semáforo en rojo, pone una rueda a cada lado de la raya que separa los carriles, asegurándose de ocupar ambos. ¿Que si todos se comportan de esa manera la cola se prolonga mucho más que si cada uno ocupa un solo carril? No es asunto del señor que está al frente. Su única preocupación es que ocupando los dos, se asegura de que nadie va a arrancar antes que él y eso es mucho más importante que circular de manera eficiente y coordinada.

O el conductor de bus, que pese a tener un carril en exclusiva para él, por el que nadie más puede circular, decide salirse sin aviso (sin encender un miserable señalero, digamos) y tirar su armatoste de metal encima de cualquiera que venga circulando a su izquierda. O el amable señor que ocupa la ciclovía para estacionar (poniendo las valizas, ojo, que hay que hacer las cosas bien), obligando a los ciclistas a meterse en el tránsito o a subirse a la vereda. No me vas a comparar la importancia de la seguridad del ciclista con lo que sea que el señor tenga que hacer en ese punto de la ciclovía.

Estas pequeñas evidencias de algo que podríamos llamar “neoliberalismo de la vida diaria” aparecen también en otras partes. En los supermercados, por ejemplo, en donde el cliente, enceguecido por la importancia de su compra, deja el carrito atravesado de cualquier manera. Si los demás no pueden pasar, problema suyo, el comprador está ocupado pidiendo 150 de jamón y 200 de queso de sanguche. Y nada puede ser más importante que el material para el refuerzo veraniego que el cliente se quiere clavar.

¿Por qué “neoliberalismo de la vida diaria”? Porque según la versión más popular del concepto, el neoliberalismo sería una suerte de “sálvese quien pueda” económico, en donde todo queda librado al mercado y el Estado debe limitarse a garantizar la seguridad y la propiedad. Es decir, un lugar en donde la idea del bien común no existe más allá de la libertad de cada uno de extraer cuanto pueda a sus congéneres. Ojo, dije la “versión más popular”, no la versión o versiones reales de dicha teoría económica. A esa versión apelo para esta idea de “neoliberalismo de la vida diaria”.

¿Y por qué “de la vida diaria”? Porque en vez de verse en las decisiones macro económicas que toma el Estado y los distintos actores sociales, esa despreocupación por el otro resulta visible si uno se pone a mirar las señales cotidianas. En las acciones que cada uno acomete y en cómo las acomete. En qué tan presente o ausente está el “otro” en esas decisiones. Por supuesto, resulta muchísimo más cómodo creer que “el problema” es siempre macro y, por tanto, no está en nuestras manos resolverlo. Que votando a tal o a cual las cosas se arreglan o empeoran. Una forma de llevar la idea de democracia representativa al extremo: yo voté a Fulano, por lo tanto estoy exonerado de comportarme como un ser colaborativo, yo ya delegué.

Puede que suene bien y que le sirva de coartada a muchos pero no es una idea realista. Ni agradable: si el Estado se metiera a mediar en todos los aspectos micro de nuestras relaciones nos quedaríamos sin libertad alguna. No me imagino la cantidad de policías que se necesitarían para controlar a cada conductor estacionado en una ciclovía, a cada chofer de bondi que hace cualquiera o a cada cliente al que le importan dos pepinos los demás clientes del súper. Ni me quiero imaginar el olor totalitario que desprendería una sociedad así.

Para que la libertad pueda existir y ejercerse, se necesitan ciudadanos responsables. Y no hay ciudadano más responsable que aquel que tiene presente que vive rodeado de otros ciudadanos. Es verdad, vivimos en sociedades en donde algunos ciudadanos le hacen a otros cosas mucho más terribles que dejarle el carrito atravesado en el súper. Cosas como robarlo o asesinarlo. Pero para esos casos terribles es que tenemos, precisamente, a la policía. No para las cosas de nuestra vida diaria, que como son constantes (nunca cesan de ocurrir) e interpersonales (sin el Estado en el medio) necesitan de esa responsabilidad ciudadana, tal como el motor necesita aceite para funcionar adecuadamente.

Por eso el “neoliberalismo de la vida diaria” es un problema aunque solo se refiera a cosas pequeñas, de bajo calado. Es un problema porque resume de manera bastante transparente una forma de hacer las cosas como colectivo. Y un colectivo no puede ser nunca la simple suma de voluntades individuales, nunca lo es. Nunca somos individuos en perpetuo movimiento browniano, desde que nacemos estamos integrados en redes sociales que involucran a los demás y que usualmente siguen lógicas de supervivencia. Tan poderosas son esas lógicas de supervivencia que somos una especie exitosa. Una que por cierto, puede morir de éxito.

Quizá una de las razones de este “neoliberalismo de la vida diaria” esté en las ideas clásicas del neoliberalismo en su versión for dummies, que es la que se lee, por ejemplo, en las redes sociales. Pero tampoco sería raro pensar que en algo tiene que ver el constante limado que se le viene haciendo a la idea del bien común desde otras tiendas ideológicas. La idea de que lo único que existe son colectivos con intereses irreconciliables entre sí y que por tanto el espacio compartido está en permanente disputa. Una sociedad en donde el bien común desapareció y solo quedan reivindicaciones particulares en violenta discusión.

Obviamente, al tipo que deja el carrito en cualquier lado en el súper o al que maneja como si estuviera solo en las calles, nada de esto se le pasa por la cabeza. No es que el tipo diga “como pertenezco al colectivo de los apurados con carritos en el súper, tengo unos derechos específicos”. Es simplemente que en nuestra sociedad hace mucho que no se habla de lo que une, de lo que nos trajo hasta acá, del terreno compartido que tan trabajosamente hemos construido. Lo único que resuena es la descalificación, el insulto, la mofa para desairar, la astucia para lastimar. Es bastante lógico entonces que nadie se sienta parte de nada y que nadie crea que debe rendir cuentas a nadie por sus acciones diarias. Un auténtico sálvese quien pueda.

Así que si pudiera plantearme un objetivo para este 2022 (otro, ya planteé un par en la columna pasada) sería ese: recordar que tenemos cosas en común, que el espacio colectivo es de todos y para todos, que nos ha costado un disparate construir lo que tenemos. Y que nunca estamos solos, ni en el super ni en la ciclovía ni en la vida.