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    Ni Bonomi ni Heber: renunciemos todos

    Director Periodístico de Búsqueda

    Nº 2241 - 7 al 13 de Setiembre de 2023

    Es triste lo que está pasando con las cárceles. Triste y alarmante. Nunca en toda la historia de Uruguay hubo tantas personas privadas de libertad. Uno de cada 200 uruguayos está tras las rejas. El país ocupa el top 10 de presos en relación con la cantidad de habitantes a escala mundial. Son más de 15.000, y desde hace dos décadas esa cifra no ha parado de crecer año tras año.

    La situación con respecto a los centros penitenciarios es muy sintomática de lo que anda mal en Uruguay, de su lado oscuro. Muestra la falta de resultados de fondo en el tema, algo que trasciende a todos los gobiernos. No es que no se hayan adoptado medidas. Pero todas fueron insuficientes o tímidas o implementadas con poco cariño. Siempre se termina en el camino más fácil: seguir llenando las cárceles. Es más, cuanto más repletas estén más crece la idea de que se está combatiendo con firmeza al delito.

    El problema es que eso es una falacia: cada vez hay más reclusos pero también más delitos y más violencia. La política del marche preso está dando pésimos resultados. La realidad muestra que el monstruo de la inseguridad con el cual convivimos también se alimenta de los centros penitenciarios desbordados. Así lo ha informado, entre otros, el comisionado parlamentario carcelario, Juan Miguel Petit, que reclama un cambio de 180 grados en las políticas de reclusión.

    Ya hubo algunos intentos en el pasado. Es más, el Frente Amplio inició su primer período de gobierno en 2005 aprobando una ley denominada “de humanización del sistema carcelario”, que implicó la liberación de 756 presos, entre primarios, mayores de 70 años y menores de 28 con buena conducta. El promotor de esa medida fue el entonces ministro del Interior, José Díaz, pero al poco tiempo los centros de reclusión volvieron a llenarse, los delitos siguieron aumentando y la crisis de inseguridad terminó provocando la caída de Díaz como secretario de Estado.

    En el siguiente gobierno, con José Mujica como presidente, el entonces ministro del Interior, Eduardo Bonomi, también hizo un intento, que incluía la liberación de una cantidad incluso mayor de presos. Pero tampoco funcionó. Al contrario. Lo que sí aumentaba diariamente eran la cantidad de celdas ocupadas y la construcción de nuevas. Por otra parte, a lo largo de los últimos años se impulsaron las penas alternativas a la cárcel por delitos menores. Tanto el sistema político como el sistema judicial han trabajado y trabajan intensamente para avanzar en esa dirección, pero no están teniendo muy buenos resultados.

    Petit dio a todos un baño de realidad sobre el tema en una entrevista que mantuvo con Búsqueda y que fue publicada en la última edición. El panorama que plantea sacude como un fuerte cachetazo, sin siquiera referirse a las condiciones infrahumanas en las que habitan los presos en las cárceles. Va a cuestiones más generales, que ponen en duda el funcionamiento actual del sistema. Los números, que él maneja a la perfección, dejan en evidencia que se transita por el camino equivocado.

    Cuenta Petit, por ejemplo, que además de los 15.000 privados de libertad hay cerca de 8.000 personas con penas alternativas y que, de los encarcelados, el “60% reincide cuando sale, una cantidad que triplica a la registrada por los países que trabajan mejor, como los europeos o nórdicos”.

    En ese sentido, es muy significativo ver las gráficas de crecimiento de la población carcelaria uruguaya en comparación con la población en general. Mientras que la primera aumenta un promedio de alrededor de 20% por quinquenio, con picos como el de 2000 a 2005, donde se registró un incremento de más de 60%, la segunda está estancada, como en una meseta.

    Un panorama muy sombrío. Cada vez más personas adentro de las cárceles y menos afuera, con las implicancias que eso tiene. Porque por cada preso también hay todo un entorno que sufre las consecuencias. Y las cárceles en este momento están funcionado como universidades del delito y propagadoras del odio. De rehabilitación hay muy poco.

    Fomentan el “mundo del revés” para los familiares directos ?especialmente los hijos? de los presos, como dice Petit en la entrevista, “donde se plantea que la autoridad, el poder, la Justicia, la Policía y el sistema político les arruinaron la vida”.

    Las preguntas inevitables son: ¿Vale la pena generar tantos nuevos resentidos sociales y enemigos de la autoridad? ¿Tiene sentido enviar a prisión a personas primarias que han cometido delitos leves? ¿Es sensato que alguien sea encarcelado por dos, tres, seis meses o un año por haber cometido un solo desvío? ¿No se lo estará incentivando a ingresar de lleno al mundo de la delincuencia y a formar parte de ese 60% que reincide a la salida?

    Para Petit, es un tema cultural. Hay que cambiar el chip. Hay que “empezar a entender ?sostiene? que la cárcel es una sanción especial, particularmente dura, y que no tiene sentido para una persona que cometió un hurto de un celular o una receptación. ¿Cuál es la utilidad de que vaya preso seis meses?”.

    No solo eso. También a partir de un artículo incluido en la Ley de Urgente Consideración, las personas que ingresen droga a las cárceles pueden ser sentenciadas con hasta cuatro años de prisión. No importa ni la cantidad, ni los antecedentes ni los motivos. Las que más están sufriendo esta nueva norma son mujeres, muchas veces a cargo de varios hijos, que llevan pequeñas dosis de droga para sus parejas. Otro ejemplo del exceso de cárcel injustificado que, por más que varios legisladores pretenden modificar, todavía sigue vigente.

    “Tenemos que pensar en ir a un sistema de dos personas con medidas alternativas por cada privado de libertad”, dice Petit. Imposible avanzar hacia el mundo desarrollado y procurar ser la “Ginebra del Mercosur” sin esa correlación, agrega.

    El tema es que para eso antes hay que tomar la difícil decisión de tener menos presos, lo que implica incluso liberar a algunos, y hacerlo en serio. Es algo muy políticamente incorrecto, difícil de asimilar para el sistema judicial, político y también para la población en general. Pero, a todas luces, parece necesario.

    Llegó la hora de terminar con el “¡renunciá, Bonomi!” o “¡renunciá, Heber!” o “renunciá” el que sea. Lo mejor parece ser que renunciemos todos los uruguayos. Que renunciemos a esa idea de que solo nos podemos sentir seguros si hay decenas de miles entre las rejas, de que la única pena posible para quien cometa un delito es la cárcel, de que si no es con prisión entonces no hay castigo y mucho menos recuperación. Porque nada de eso está ocurriendo.