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    No sos vos, soy yo

    Columnista de Búsqueda

    Nº 2254 - 7 al 13 de Diciembre de 2023

    El arte, dijo alguien, es ese lugar peligroso del que podés salir herido si no vas preparado para fracasar. Lo sé por experiencia: vengo fracasando desde que empecé mi camino de lectora. Como arranque y así, en estricta confianza, diré que jamás pude terminar el Ulises de James Joyce, que lo intenté dos o tres veces y que, remando en dulce de leche, apenas pude alcanzar la mitad. Un sofisticado galimatías. Cierta vez se lo dije a unos colegas escritores, que me miraron con ese aire entre condescendiente y pesaroso de los que saben que la humanidad se precipita barranca abajo, y yo bajé la vista. Después de eso me abstuve de confesar que tampoco pude llegar a la última página de El principito, y que la frase “Lo esencial es invisible a los ojos” me parece una de las mayores obviedades (iba a usar una palabra más gruesa, pero me arrepentí) que vi escritas.

    Tampoco se trata solo de los clásicos, es mucho el arte en general y la literatura en particular que me cansa o me aburre. Los escritores que me explican qué tengo que pensar, los que se posicionan a sí mismos del lado de los buenos no solo me aburren sino que hasta me irritan. No nombraré a un hiperbólico prócer de la literatura vernácula ni a un premio Nobel portugués o enseguida tendré una cohorte de odiadores apostados en la puerta de mis redes sociales. Además, sospecho que tengo parte de la culpa: tantos críticos y lectores no pueden errar durante tanto tiempo. Seré yo la equivocada.

    ¿Qué me pasa con los clásicos? Antes de entrar en el terreno sería útil definir de qué hablamos. Los así llamados son obras que “nos revelan ciertas visiones de la naturaleza humana que de alguna manera se han vuelto perdurables, y que parece que retratan de alguna forma la esencia misma del ser humano, independientemente de la época, la cultura o el lugar donde se está leyendo”, como define el escritor Jorge Volpi. Italo Calvino hablaba de “una obra considerada valiosa que perdura a través del tiempo, casi un modelo en su género, un libro que permanece en el gusto del público durante años”. Mark Twain, siempre tan cerca de la verdad y tan lejos de lo solemne, decía que “un clásico es un libro que la gente elogia y no lee”.

    ¿Y cómo se volvió clásico ese libro? Es cierto que muchas veces tiene que ver con una calidad o con la universalidad del contenido, con una ruptura o un cambio revolucionario, como fue el caso de Miguel de Cervantes o del propio Joyce. Y otras veces seguramente mediaron circunstancias casuales. ¿Fueron los textos de Dante Alighieri los mejores de su tiempo, los más universales? Tal vez no, tal vez solo tuvieron la suerte de sobrevivir al Quattrocento.

    Pero ninguna de estas precisiones explica mi incomodidad, y yo me sigo preguntando qué me pasa con los clásicos. Seguramente, una parte del prejuicio me llega del fondo del pasado, del tiempo en que algún profesor implacable me mandaba a leer equis cantidad de páginas de equis libro con la única finalidad de sortear con éxito el escrito del liceo. Entonces, aun sabiendo que no es cierto y que podría ser un prejuicio infundado, aun a sabiendas de que me pierdo algo, mi mente asocia los clásicos con libros muertos, polvorientos, aburridos, sepultados en un sitio perdido y olvidado de la biblioteca, cuya lectura recomiendan algunos intelectuales rancios. Inevitablemente pienso en los que hoy se inician en la lectura, en que, si para un adolescente no es fácil enfrentarse a un libro, a veces escrito hace siglos, la obligación de hacerlo por cumplir un programa conspira definitivamente contra el placer de leer. No, leer no debería ser una imposición sino un acto de interés, de curiosidad, de diversión, de descubrimiento del deleite intelectual.

    Mikita Brottman, doctorada en Lengua y Literatura Inglesa en Oxford, desafía la imposición e intenta desmontar las supersticiones asociadas a la lectura en Contra la lectura. Dice que los clásicos “suelen resultar poco satisfactorios, están sobrevalorados y es improbable que ofrezcan algo más que un dolor de cabeza” y que “no hay libros que ‘debamos’ leer”. Los Cuentos de Canterbury, remata, son “como un episodio de El show de Benny Hill de ambientación medieval”. Sí, Mikita, lo tuyo es herejía pura y dura. Y Carson McCullers, hablando de clásicos recientes, dijo que Ernest Hemingway era un escritor que no tenía nada que decir, y aunque en este caso no coincido, respeto su independencia de criterio y su valentía.

    Clásico.

    La palabra ya me resulta pesada. Dice Martín Caparrós que es igual a obligación, a humillación de no ser capaz de disfrutar lo que te dicen que tenés que disfrutar lo que disfrutan los que saben. Yo sospecho que en realidad a casi nadie le gustan, pero no se animan a decirlo. ¿Y por qué debería avergonzarme si a esta edad provecta no disfruto a William Shakespeare? Puedo encontrar belleza en cualquier texto sin necesidad de adherir incondicionalmente al canon literario, y las preferencias literarias son eso, preferencias, no leyes universales. Además, uno no es siempre el mismo lector. Yo, que en un tiempo amé a los rusos, que leía a León Tolstoi, a Fiódor Dostoievski, a Nikolái Gógol, aquellas novelas tan largas, tan trágicas y tan atiborradas de personajes, hoy no sería capaz ni de abrirlos. Apenas me quedé con los cuentos de Antón Chéjov, sin preocuparme por el precepto. Porque cuando leo apago mi mente, los pensamientos, mis preocupaciones, cuando leo floto, obedezco al instinto, me dejo ir sin seguir mandatos, y no quiero fetiches ni necesito dioses.