Nº 2195 - 13 al 19 de Octubre de 2022
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáEl drama de las violaciones a los derechos humanos durante las dictaduras militares está siempre presente pero debe reafirmarse porque algunos no lo asumen. Justifican la impunidad para respaldar con espíritu fascista a sus camaradas o con el objetivo espurio de captar votos.
En los últimos tiempos lo más notorio —aunque políticamente no es lo único— es que desde Cabildo Abierto los senadores Guido Manini Ríos, Guillermo Domenech y Raúl Lozano han lanzado acusaciones contra la Justicia. Amparados en su condición de aforados —por ello preservados de sanciones penales—, han acusado de corruptos y conspiradores a jueces y fiscales por los procesamientos y condenas de militares por delitos de lesa humanidad. Sostienen la ilegalidad porque según ellos esos fallos forman parte de una “venganza”.
Ante el procesamiento del ex comandante en jefe del Ejército, Juan Rebollo, por los asesinatos de Diana Maidanic, Laura Raggio y Silvia Reyes, en 1974, Lozano sostuvo que en la Justicia se encuentran “agazapados partidarios del terrorismo marxista”.
Manini y Domenech disfrazan legalmente su objetivo. Pretenden que el delito de prevaricato, que establece que quien “intencionalmente persiga penalmente a un no culpable o a una persona a la cual no le corresponda sanción penal será castigado con la pena de 18 meses de prisión a 7 años de penitenciaría, multa de 60 UR a 12.000 UR e inhabilitación especial de tres años”, sancione al fiscal o al juez. Parece una broma adolescente, pero no lo es.
El 3 de octubre en una entrevista de Leonardo Haberkorn en El Observador, el coronel retirado Eduardo Ferro, preso por el asesinato en 1977 del comunista Óscar Tassino, intentó justificar las torturas: “¿Si se fue la mano o no? Y sí. Se buscó un resultado. Y se obtuvo”. Advirtió que ocurrió en el marco de una guerra que continúa: “No hay tiros ni armas, se lucha por la hegemonía cultural”. Puso como ejemplo “las políticas LGTB, raciales e indigenistas”. Este valiente militar se escondió tres años en España y el año pasado se entregó hambriento porque no podía cobrar su jubilación sin demostrar su existencia.
Con el telón de fondo de esos otros argumentos se acaba de estrenar la película Argentina, 1985, un drama que parte de la decisión del presidente argentino Raúl Alfonsín de juzgar a nueve jefes militares (Jorge Rafael Videla, Orlando Ramón Agosti, Emilio Eduardo Massera, Roberto Eduardo Viola, Omar Graffigna, Armando Lambruschini, Leopoldo Fortunato Galtieri, Basilio Lami Dozo y Jorge Anaya), integrantes de las tres primeras juntas militares que se apoderaron del país tras un golpe de Estado en 1976. En la sede judicial de la calle Viamonte pude asistir en 1985 a una sala de audiencias colmada gracias a la gestión de Carlos Castro, secretario de prensa de la Unión Cívica Radical, el partido de Alfonsín.
El único antecedente judicial histórico de similar envergadura fue el proceso de Núremberg, cuando entre 1945 y 1946 fueron juzgados los criminales del nazismo. Alfonsín depositó en la Justicia la situación de 30.000 desaparecidos, entre ellos, 57 uruguayos. El fiscal Julio César Strassera, personaje central del juicio interpretado en la película por Ricardo Darín, cerró su alegato ante los jueces con una sencilla frase: “Señores jueces: quiero renunciar expresamente a toda pretensión de originalidad para cerrar esta requisitoria. Quiero utilizar una frase que no me pertenece, porque pertenece ya a todo el pueblo argentino. Señores jueces: nunca más”.
La sentencia del 9 de diciembre de 1985 fue dictada por los jueces Jorge Torlasco, Ricardo Gil Lavedra, León Carlos Arslanián, Jorge Valerga Araoz, Guillermo Ledesma y Andrés J. D’Alessio. Sancionaron a cinco de los acusados y absolvieron a cuatro. Videla y Massera fueron condenados a reclusión perpetua con destitución. Viola, a 17 años de prisión, Lambruschini, a ocho años de prisión y Agosti fue condenado a cuatro años y 6 meses de prisión. Todos fueron destituidos. Aunque luego hubo cambios, una pretensión en 1990 del presidente peronista Carlos Menem de indultarlos tuvo el rechazo unánime de la Corte Suprema.
A mediados de setiembre en el Festival de Cine de San Sebastián asistí a la exhibición de la película y cuando en la pantalla apareció la palabra “Fin” los asistentes la coronaron con aplauso. Algo parecido había ocurrido antes en el Festival de Cine de Venecia. Hasta ese día la mayoría de los espectadores ignoraba lo sucedido. No fueron aplausos a la calidad cinematográfica sino al contenido.
Presenciar durante el juicio declaraciones de las víctimas fue devastador. Lo reseña el periodista Marcelo Pichet: “Los testimonios (de víctimas y testigos) para quienes cubrimos el juicio eran tremendos, todos los días era como que se te cayera un edificio encima. Salías semidestruido”. La película, que representará a Argentina en los próximos premios Oscar, no tiene sensacionalismo. Se centra en el drama judicial.
Con una fusión de coraje y principios el 13 de diciembre de 1983 —tres días después de asumir, sin nada para ganar electoralmente y mucho para perder— Alfonsín firmó el decreto que impulsó ese proceso con la designación de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (Conadep). Sus integrantes, diputados, académicos, religiosos, escritores y periodistas, presididos por Ernesto Sábato, recabaron miles de declaraciones, verificaron cientos de lugares clandestinos de detención y en 1984 produjeron un informe final de 50.000 páginas cuya documentación se constituyó en la prueba central del proceso.
Ricardo Mitre, director de la película, remarcó en BBC Mundo que poco se ha hecho para mantener vivo lo ocurrido durante aquellas dictaduras a diferencia de lo que ha sucedido con el Holocausto: “Hay generaciones que nacieron dando por sentada la democracia. No recuerdan no solo el juicio, sino que apenas recuerdan la dictadura y lo sienten como algo prehistórico”. Expresó asombro de que tanto en Argentina como en otros países de la región golpeados por dictaduras “exista gente muy joven enarbolando discursos muy reaccionaros y casi reivindicativos de gobiernos dictatoriales”.
Así nos va.