Nº 2191 - 15 al 21 de Setiembre de 2022
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Nunca sabremos exactamente cómo fueron los funerales de Luis XVIII, que gobernó Francia durante 72 años y falleció estando en el poder, pero sí sabemos que sus ritos funerarios inspiraron las ceremonias mortuorias de las casas reales que llegan hasta nuestros días. Así, el Reino Unido activa la Operación Puente de Londres, 10 días de apretada agenda de despedida a la monarca. Catafalco cubierto por el estandarte real, capilla ardiente, procesiones, misas, responsos, condolencias de los súbditos. Los noticieros no dejan de trasmitir el desfile de las multitudes que depositan ofrendas, se sacan selfies y lloran lágrimas desconsoladas, un ambiente entre pesaroso y festivo, una mezcla de ceremonia oficial solemne y verbena o kermés popular. La muchedumbre que congrega el deceso parece combinar el respeto y el temor, pero también el afecto o al menos la devoción, no sé si por la reina o por los valores que ella encarnó.
La humanidad ha sido gobernada por personas que decían haber recibido el poder por delegación divina y que lo trasmitían por sucesión dinástica, algo así como un favor de Dios que pasaba de generación en generación y de mano en mano. Muchas monarquías — del griego, “gobierno de uno”— detentaron un poder total e incontestable, pasaron por momentos de debilidad, algunas sufrieron el declive del sistema e incluso la desaparición. Las que sobrevivieron al paso del tiempo y a los cambios sociales debieron afrontar desafíos para mantenerse vivas, para garantizar su futuro, y así buscaron maneras de legitimarse, de ir más allá de la tradición o de la religión que las había consagrado. El resultado es que hoy en países como Reino Unido, Suecia o Japón la continuidad del sistema se acepta pacíficamente, mientras que otras monarquías, como las de Tailandia o Jamaica o España, no han podido evitar un progresivo debilitamiento del apoyo de sus súbditos.
El investigador del University London College Bob Morris dice: “Existe inquietud por la continuidad del principio hereditario y por el coste que originan sus privilegiadas vidas. También, quizás, por la sospecha de que conserven algún poder político o influencia”. Según un informe de la consultora Brand Finance, la casa real británica tiene valores por más de 67.000 millones de libras y aporta a la economía del país unos 1.700 millones de libras al año por su efecto en el turismo, la moda y otras industrias. ¿Algún poder político o influencia dijo?
Pero no todo es dinero, oh, no, y al César lo que es del César. Líderes políticos y comentaristas de todo el mundo reconocen que la fallecida Isabel II manejó su difícil y delicado papel constitucional con una notable y formidable habilidad política.
Para quienes vivimos en repúblicas y adherimos a este sistema, resulta difícil entender que una persona reciba la jefatura de Estado por herencia. Puede parecernos un anacrónico resabio del pasado, un cuento de hadas en pleno siglo XXI. Pero, a pesar de nuestros reparos republicanos, hoy sobreviven 44 monarquías en todo el mundo. Y no solo sobreviven, porque algunas gozan de una inmensa popularidad, aun en sociedades modernas, abiertas y libres, aun en países innegablemente democráticos. De los datos que surgen de la encuesta de Ipsos Global Advisor realizada en 2018 en 28 países, la monarquía española es de las que concita menor entusiasmo ciudadano: dos de cada cinco súbditos se declaran a favor de su abolición. En Gran Bretaña apenas un 15% apoyaría el fin del sistema, y la cifra trepa al 17% en Bélgica y al 23% en Suecia. La familia real mejor valorada es la de Japón, donde un escaso 4% respaldaría tales cambios.
Las casas reales, con el apoyo de expertos en comunicación y de los medios de prensa, han buscado cambiar, asociar sus roles a valores y funciones del Estado. Valores y funciones del Estado que, en principio y para un observador externo, poco tendrían que ver con su origen divino, o que hasta serían contradictorios. Así, algunas monarquías han puesto el acento en una presunta labor de refuerzo o de vigilancia de la democracia, han apostado a ideas como las de “unidad” o “imparcialidad” o “neutralidad”, algo así como una forma de arbitrar las inevitables fricciones de los partidos políticos. De todas formas, uno no puede dejar de preguntarse por qué arte de birlibirloque un rey se convertiría en adalid de la democracia, concepto diametralmente opuesto a su poder heredado y a lo que encarna su vida de lujos, y si realmente es necesario mantener a esos señores tan dispendiosos para que, llegado el caso, medien en una disputa política.
El derrocado rey Faruk dijo una frase que se hizo famosa: “Dentro de poco solo quedarán cinco reyes: los cuatro de la baraja y la reina de Inglaterra”. Pero el egipcio no acertó en su pronóstico: ella también se fue y dejó atrás un tiempo de silencios y de privilegios que difícilmente vuelva con su descendencia.
Murió Isabel II, una mujer que se destacó por callar y permanecer, una reina que encontró una forma adaptativa de sobrevivir a los tiempos: ser discreta, no intervenir, no molestar, pero, sobre todo, no mostrar lo que pensaba ni mucho menos lo que sentía. Y ya sabemos que en política, casi más que el hecho mismo, es clave la percepción del público de ese hecho. Ella fue un ícono, un símbolo a prueba de guerras, de cambios sociales, de turbulencias, estuvo blindada contra los escándalos, hasta los de su propia familia: siete décadas sin emitir opiniones. Pero resulta que callar sobre escándalos sexuales con menores o sobre cobros millonarios de sus hijos, haber callado sobre las guerras de Corea, del golfo o de las Malvinas, sobre la invasión a Irak fue una forma diferente y personal de gritar lo que pensaba.