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    Pablo Gonçálvez no es el único

    N° 1872 - 23 al 29 de Junio de 2016

    En Uruguay no existen la prisión perpetua ni la pena de muerte. El máximo legal de una condena es de 30 años de penitenciaría y, eventualmente, el juez puede aplicar, entre uno y quince años más de medidas de seguridad. Rara vez —si es que alguna vez ocurrió— un recluso ha cumplido la totalidad de esa pena.

    Al obtener su libertad definitiva un condenado goza de los mismos derechos que el que nunca ha delinquido. El hecho de haber pagado su deuda con la sociedad le permite reintegrarse a esta con todos los derechos que le otorga la Constitución.

    Cualquier acción en contra sería totalitarismo puro, ese que caracteriza a los Estados todopoderosos que sin respaldo legal cuelan su intervención en todos los aspectos de la vida del ciudadano. Y no importa si son dictaduras o democracias disfrazadas.

    La liberación del múltiple asesino (si lo prefiere puede calificarlo de “asesino serial”) Pablo Gonçálvez prevista para hoy jueves ha generado variadas reacciones de alarma a través de una ofensiva pública liderada por la organización Mujeres de Negro, apoyada por comentarios de los nabos de siempre en las redes sociales.

    Mujeres de Negro reclama, ilegal e irracionalmente, que se publique una fotografía actualizada de Gonçálvez para que pueda ser individualizado y también fotografías “de cada uno de los convictos por violencia machista”, dijo su coordinadora Jenny Escobar. Todos dentro de la misma bolsa.

    Escobar también reclama saber si Gonçálvez “está apto para vivir en la sociedad rodeado de mujeres, niñas y hombres”.

    La inquietud, la incertidumbre y la preocupación pueden ser emocionalmente compartibles, pero es ilegal cumplir con esas exigencias y alguien debió advertírselo. Negarle a un condenado que ha cumplido su pena el derecho a reintegrarse a la sociedad significaría violar la ley, un ataque a la dignidad humana y su estigmatización.

    Nadie puede dudar que los despiadados asesinatos de tres mujeres cometidos por Gonçálvez en 1992 son tan aberrantes que el paso del tiempo no ha borrado su recuerdo ni serenado el espíritu ciudadano. Pero ha sido acrecentado por la profusión de información como consecuencia del ámbito social de las víctimas y del condenado.

    Desde su condena en 1993 Gonçálvez ha estado reiteradamente presente en los comentarios y en el imaginario colectivo, mientras que otros asesinos, tan feroces y despiadados como él, han pasado al olvido o permanecen en un segundo plano.

    Recordemos unos pocos ejemplos de los miles de homicidios cometidos en el país desde 1993.

    En 2005 fueron detenidos en Colonia los hermanos Ramón y Carlos Beltrán Castro, “asesinos seriales” como Gonçálvez, autores de los sucesivos asesinatos de tres ancianos en el medio rural con el único fin de robarles.

    También en Colonia, en 2008, Pablo Borrás y cuatro cómplices fueron condenados como responsables de cuatro perversos homicidios. Coparon la estancia “La Teoría” y mataron a dos hombres y a dos mujeres. Borrás degolló a la anciana que estaba atada a una silla (“la degollé de derecha a izquierda con una mano mientras con la otra le sostenía la cabeza”). Mató a la más joven pese a que antes le advirtió que estaba embarazada (“ya estaba jugado”, se justificó). Los hombres corrieron igual suerte. Más tarde los homicidas se fueron a comer un asado.

    Como Gonçálvez los hermanos Beltrán Castro y Borrás fueron condenados a 30 años de penitenciaría. Los cómplices de Borrás a penas menores.

    En 2013 en un barrio marginal de Maldonado dos niños de 11 y 14 años asesinaron a machetazos y puñaladas a un niño de 11 años. Tiraron su cadáver a un pozo y se fueron a jugar al fútbol. Tras ser detenidos confesaron. Fueron recluidos en dependencias del INAU donde permanecerán poco tiempo. Si es que aún están.

    Ese mismo año, en Rivera, una mujer contrató a dos sicarios —uno de ellos menor de edad— para matar a su cuñado, a la esposa de este y al hijo de ambos de tres años. El fin era cobrar una herencia. Los sicarios asesinaron a la pareja y como se negaron a matar al niño la propia mujer lo asesinó ahogándolo con una almohada. Mientras lo hacía le dijo: “Te voy a matar porque vas a ser otro hijo de puta como tu padre”.

    En Maldonado, luego de cumplir cuatro años y cuatro meses de condena, en 2014 fue liberado Rodrigo Berges. Había sido condenado en 2007 por el asesinato en Piriápolis de Natalia Martínez.

    Y quedan varios en el tintero.

    Ninguno de esos casos, ni tampoco los 293 homicidios cometidos durante 2015 han concitado un seguimiento como los de Gonçálvez. La mayoría pasó al olvido. ¿Tienen menos valor las vidas de esos muertos que las de las víctimas de Gonçálvez? ¿Fueron esos asesinatos de menor entidad que los de Gonçálvez? ¿Son esos asesinos menos responsables que Gonçálvez, o merecen una consideración diferente por ser la mayoría de origen marginal? ¿Tienen esos asesinos un desequilibrio psiquiátrico mayor o menor que Gonçálvez?

    Y lo más probable es que tengamos memoria corta o memoria selectiva.

    En cualquier caso la cuestión legal —y sobre esto no existen dos opiniones— establece que quien cumpla su condena tiene pleno derecho a reintegrarse a la sociedad y el Estado está impedido de pesquisar su vida o de violar su intimidad.

    Gonçálvez cumplió veintitrés de los treinta años de su pena porque computó la diferencia con trabajo y estudio, como lo establece la ley.