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    Papá Estado y la política

    N° 1879 - 11 al 17 de Agosto de 2016

    Las diferencias de opinión y la confrontación de intereses son naturales en la vida de una nación democrática. Aun siendo así, el grado de improvisación, de marchas y contramarchas que suponen algunas acciones promovidas por el oficialismo son incluso motivo de sorpresa, desconcierto y tensiones no solo entre legisladores e integrantes del Poder Ejecutivo sino también entre los miembros de su bancada parlamentaria.

    Ello supone una dispersión de energías que debilita la acción del gobierno y genera incertidumbre en propios y ajenos. Apenas una confirmación de que el tan mentado “programa común” no es sino el resultado de acuerdos mínimos, en función de generalidades, que evita discusiones de fondo y pronunciamientos que no todos suscribirían y que habilita a unos y a otros a una libre interpretación posterior. Precio a pagar para mantener la unidad y conservar el gobierno.

    Es obvio que los programas de gobierno no pueden sino proclamar ideas y propuestas generales porque nadie puede prever qué nuevas circunstancias y desafíos sobrevendrán. El problema se plantea cuando las generalidades acordadas no son sino parte de una estrategia política para encubrir diferencias de fondo que se saben insuperables. Cuando lo que se pretende es ganar tiempo, patear la pelota para adelante, en la esperanza de que alguna solución se encontrará.

    Tras la sanción la semana pasada en Diputados de la Rendición de Cuentas, en la cual a último momento se incorporó una norma que elimina las exoneraciones fiscales a las donaciones de empresas a las universidades privadas, se anuncia una instancia de negociación en filas del oficialismo entre quienes impulsaron la iniciativa y quienes, como el ministro de Economía, se oponen abiertamente.

    La negociación procura evitar la prolongación del trámite legislativo si, como algunos creen, el Senado no vota la polémica norma y la iniciativa debe regresar a Diputados. Procura también seguir exhibiendo las diferencias internas en lo que parece ser una nueva pulseada en la que los sectores más estatistas y antimercado necesitan ganar para mostrar a su militancia alguna victoria sobre una conducción económica que no comparten y que consideran arrogante e inflexible.

    La propuesta de eliminar los beneficios fiscales otorgados a las donaciones de empresas a las universidades privadas, vigente desde la Reforma Impositiva sancionada durante la primera presidencia de Tabaré Vázquez, tiene propósitos políticos más que económicos.

    En primer lugar, porque el promedio anual de dichas donaciones en el sexenio 2010-2015 se sitúa en torno a U$S 1,4 millones sobre un total de unos U$S 8 millones, que fue el total donado por esta vía a medio centenar de instituciones públicas y privadas, cifra de escasa significación en el total de la recaudación impositiva. En segundo lugar, porque las empresas pueden, si el Ministerio de Economía lo autoriza, redireccionar como lo establece la norma en cuestión, la totalidad de estos aportes a otras entidades de enseñanza, salud y apoyo a la niñez. En tal caso se mantendría la renuncia fiscal y no habría un aumento de la recaudación impositiva.  

    Si esto es así, si como afirmaron las universidades privadas en reciente remitido a la opinión pública las donaciones recibidas en 2015 por estas cinco instituciones (Católica, ORT, de Montevideo, de la Empresa, Instituto Claeh) equivalió a 0,1% de un presupuesto educativo de U$S 1.500 millones, surge claro que la decisión de los diputados del Frente Amplio responde a una concepción ideológica y a prejuicios políticos.

    Una ideología que, sin perjuicio de lo que establece expresamente la Constitución de la República, cuestiona —y rechaza— la existencia de instituciones de educación privada, confesionales o no, con o sin fines de lucro, sin importar los servicios que presten a las personas y a la sociedad toda. Una idea que no todos comparten en el oficialismo, de ahí la actual controversia.

    Se trata de una concepción totalitaria, que impone las “razones” del Estado como contribución a una “deseable” igualación social. Una finalidad para lo cual no repara, incluso, en retacear libertades de los ciudadanos.

    Prohibir las donaciones empresariales a las universidades privadas implica una limitación a la libertad de las personas. Parte del enfoque que considera al Estado como el buen padre que dispone siempre lo que es mejor para sus hijos. Ignora que en una sociedad democrática los “hijos” son seres mayores de edad, pensantes, que saben o creen saber qué es lo mejor para sí y para los suyos. Y que por tanto son conscientes de que deben asumir las consecuencias de sus actos.

    Ocurre que el Estado no siempre dispone lo mejor y que los servicios que se compromete a cumplir con los impuestos recaudados, así como las inversiones que encara, tienen fines políticos que no siempre responden al interés general y que suelen ser del interés exclusivo de los gobernantes y apuntan a conservar el poder y las ventajas que ello supone en términos personales o grupales. Ejemplos a la vista hay unos cuantos: la deficitaria gestión de Ancap, los empréstitos irrecuperables del Fondes, los recursos ya invertidos en la regasificadora, etc.

    No es algo novedoso ni aquí ni en el mundo. Caracteriza, también, la vida de muchas instituciones sociales, donde gravitan intereses personales y luchas políticas, muchas veces supeditadas o condicionadas a la política partidaria.

    La Universidad de la República no es ajena a este tipo de confrontaciones y de luchas políticas, manifestadas desde la digitación de concursos para ascender de grado en una cátedra, imposición de decanos, a verdaderas “purgas” por razones políticas. El propio “cogobierno” por docentes, egresados y estudiantes instaurado a fines de los años 50 por la Ley Orgánica habilitó la imposición de minorías militantes.

    Un ejemplo claro está quedando en evidencia en Derecho, donde una nueva mayoría del Consejo de la Facultad decidió llamar a concurso para cubrir vacantes en el Grado 5 de una decena de cátedras. Concursos que anteriores Consejos postergaron por años y que en alguna cátedra no se llamaron durante más de dos décadas. Postergación solo explicable por el hecho de que quienes durante años constituían el oficialismo de la Facultad carecían de candidatos para competir por el Grado 5, condición requerida para poder aspirar al decanato.

    Una facultad en la que, cabe recordar, hace unos años la presión del gremio estudiantil obligó al decano a desistir de sancionar una norma por la cual el alumno que reprobara seis veces una misma materia perdería su condición de estudiante. Si esto ocurre en el ámbito universitario…

    Los uruguayos conviven con estas patologías políticas desde hace décadas y no se vislumbran sino reacciones aisladas para superarlas. Patologías que explican la mediocridad que ha ganado a buena parte de la sociedad. Una mediocridad cultural de la que se valió la coalición gobernante para acceder al gobierno y que ahora opera en su contra.