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    Perder un tirano no cambia mucho

    Columnista de Búsqueda

    Nº 2234 - 20 al 26 de Julio de 2023

    Ha dicho Hume que la aprobación moral, las normas y los principios apropiados dan mayor importancia en la educación del interés y el beneficio público a la propiedad privada, su reconocimiento, mantenimiento de la estabilidad y desarrollo de las leyes civiles que rigen las relaciones de propiedad. La llamada reeducación y el injusto freno al egoísmo, que surge de los reclamos a la propiedad de otra persona, son para Hume de los actos decisivos de la interacción civil y legal de las personas. Justicia en la interpretación de Hume es, por tanto, un concepto amplio, que abarca de una forma u otra a todos los individuos en su relación con el poder.  El filósofo relaciona clara e inequívocamente la justicia con el estado de paz civil, al menos el relativo consentimiento, y se opone de forma rotunda a la guerra civil.

    Hume entiende que las guerras civiles se libran con mayor frecuencia bajo el disfraz de una lucha por la justicia y la redistribución de la propiedad. El filósofo discrepa sobre todo con la identificación de justicia e igualdad. “Los historiadores y el sentido común pueden iluminarnos que, por plausibles que parezcan estas ideas de igualdad total, en realidad, en esencia, son irrealizables, y si esto no fuera así, sería extremadamente perjudicial para la sociedad humana. Haga que la propiedad sea siempre igual, y las personas, siendo diferentes en artesanía, diligencia y diligencia, destruirán de inmediato esta igualdad. Y si obstaculizas estas virtudes, llevarás a la sociedad a la mayor pobreza y, en lugar de prevenir la miseria y la pobreza, la harás inevitable para toda la sociedad en su conjunto”. La historia ha confirmado en reiteradas ocasiones esta predicción.

    Pero son lecciones para nadie; no hay persona que tome decisiones importantes y que pueda reparar en ello. El poder, como perspectiva de análisis y como instrumento de uso, es causa de mareo, confusiones, quimeras. Maquiavelo decía que la gente se precipita de una ambición a otra: primero quieren protegerse de la opresión y luego ellos mismos quieren oprimir a los demás. Y dijo más al respecto; expresó que la gente, “creyendo que el nuevo gobernante será mejor, se rebela voluntariamente contra el anterior, pero pronto la experiencia los convence de que fueron engañados, porque el nuevo gobernante siempre resulta ser peor que el anterior. Lo cual es natural y lógico, ya que el conquistador oprime a los nuevos súbditos, les impone toda clase de deberes y los carga con tropas permanentes, como es inevitable durante la conquista”.

    La historia de las revoluciones y el cambio de poder demuestran de modo claro que, tras los acontecimientos revolucionarios, no son los estadistas los que controlan el poder, sino los políticos instalados, los que siempre están al acecho, los que no conocen otra cosa que el asalto descuidista a cualquier grieta, a cualquier distracción o distensión, los que saben recostarse a tiempo en la fuerza en ciernes o en la fuerza de turno.

    El punto crítico, sin embargo, no siempre es la estructura, sino las personas; y no necesariamente los gobernantes, sino los pueblos, que no son mejores. Maquiavelo decía que las personas tienen una naturaleza inherentemente mala, los motivos impulsores de sus acciones son el egoísmo y el deseo de ganancia personal. El gobernante, explica en El príncipe, debe conducir el Estado sin olvidar jamás la naturaleza vil de sus súbditos: debe parecer generoso y noble, pero no serlo en realidad, porque en contacto con la realidad estas cualidades conducirán al resultado contrario y el gobernante será necesariamente derrocado no por nobles camaradas de armas u oponentes, sino por el tesoro despilfarrado, porque cuando se acaba la plata se termina la tolerancia y la fe de los pueblos. Aclara con insistencia Maquiavelo que “si un pueblo corrompido pierde un tirano, por casualidad, digamos, el tirano muere, entonces eso no lo hará libre. Tal pueblo será como ganado descarriado, y el primero que les ponga yugo será su dueño”.

    De modo que conforme a esta mirada, por más que Hume desespere aun con su moderado escepticismo, la aprobación de las normas —sea justa, moral o abyecta— no cambia grandemente la realidad de las relaciones del poder ni la esperanza de las naciones. El problema parece estar en otra parte.