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    Plutarco tiene razón

    N° 1954 - 25 al 31 de Enero de 2018

    , regenerado3

    En España los corruptos caen como moscas. La semana pasada el expresidente del Palau de la Música de Barcelona, Félix Millet, fue condenado a nueve años y ocho meses de cárcel por el “expolio” de 23 millones de euros. Usaba la institución para “blanquear” el dinero de una empresa que coimeaba a integrantes del gobierno para que le adjudicaran obras. Millet y otros secuaces admitieron haber cobrado 6,6 millones de euros de comisiones por ese “trabajo”.

    La convicción de impunidad se extendió a familiares y amigos. Millet celebró las bodas de dos hijas en el Palau y la cena se sirvió en la platea. El exconsejero (ministro) de Solidaridad y Ciudadanía de Valencia, Rafael Blasco, fue condenado a seis años por quedarse con dinero destinado a los inmigrantes. Había colocado a su esposa como directora del Instituto Valenciano de Arte Moderno y ahora la imputan por malversación de caudales públicos. En Cataluña, el expresidente Jorge Pujol, su esposa y sus hijos están investigados por blanqueo de capitales y cobro de comisiones ilegales. La lista sobre la mezcla de lo público con lo privado es interminable.

    En España la corrupción política se estima en unos 15.000 millones de euros. Lo que le incautaron a Marcelo Balcedo en Maldonado es cambio chico.

    ¿Por qué cito España?: por su afinidad cultural, lingüística, social y hasta jurídica con Uruguay. En 2017 una medición de Transparencia Internacional sobre la corrupción ubicó a España en el puesto 41 sobre 176 países. Uruguay está en el puesto 21.

    ¿Esto significa que los uruguayos son menos corruptos (en el sentido amplio de descomposición y degradación)? Aquí el dinero para “mordidas” es infinitamente menor por el volumen de negocios. Uruguay tiene diez veces menos población, los controles son más cercanos y en muchos casos la “corruptela” (un escalón abajo de la corrupción penal) pasa inadvertida.

    Todos le atribuyen las denuncias a intencionalidad política. Pero desde la restauración democrática en Uruguay han sido procesados o condenados casi dos decenas de gobernantes y exgobernantes de todos los partidos. Algunos que solo violaron normas éticas se apartaron de la vida política.

    La intendenta blanca de Lavalleja, Adriana Peña, rechazó ataques a su gestión de ediles de su propio partido y de la izquierda. Dijo en El País: “Saben lo recta, lo directa, lo honesta que soy, y lo honesta y transparente que es nuestra administración”.

    Incorporó voluntariamente el vocablo honestidad sin que nadie la acusara. Es inevitable no pensar en Plutarco: “No basta con que la mujer del César sea honesta; también tiene que parecerlo”.

    La pareja de Peña es Gastón Elola, empresario, director de Vialidad de la comuna y potencial candidato del oficialismo porque la intendenta cumple su segundo mandato.

    A Peña se la cuestiona por haber dispuesto un aumento salarial que, entre otros, beneficia a Elola. A través de Facebook, se defiende con argumentos en los que mezcla sus sentimientos con la gestión de gobierno: “Para quienes hablan de más, mienten y crean fantasmas tachándonos de inmorales, acá va el sueldo de Gastón. Por ese sueldo hace la tarea de dos direcciones (la otra es Arquitectura) sin descanso de fin de semana y 24 horas al día...”.

    A mediados de 2017 Elola cobraba $111.827 y con el aumento subiría a $175.591.

    Cuando se mezcla lo público con lo privado algo huele mal, como en Dinamarca. Ocurrió con aquella foto de El Observador de un almuerzo social entre el ministro Fernando Lorenzo y Juan Carlos López Mena, con la firma en documentos oficiales por el falso “licenciado” privado, Raúl Sendic, y con la venta de combustible a la comuna de una estación de servicio propiedad del intendente de Soriano, Agustín Bascou. Hay más, pero para muestra alcanza.

    Cuando un gobernante tiene una pareja o cónyuge (a los efectos es lo mismo) como subalterno abre la puerta para las dudas sobre conflictos de intereses. Es razonable que los ciudadanos piensen que pueda tener un interés personal en beneficiar a alguien. Mal que le pese a Peña, una relación amorosa entre un jerarca y un subalterno, aunque no esté prohibida, sacude el interés público protegido por el Estado. Es por lo menos, éticamente cuestionable.

    La semana pasada Elola divulgó por Facebook que le pidió a Peña que deje sin efecto el aumento y que él igual seguía con las dos direcciones. Récord mundial: un funcionario le solicita a su jerarca/pareja que no le aumente el sueldo luego de que este lo justificó y defendió. Otro culebrón venezolano por Facebook.

    Un análisis del abogado Jorge Rodríguez Pereyra, asesor del Tribunal de Cuentas, señala que “el conflicto de intereses puede definirse como una situación en la que el funcionario público tiene suficiente interés personal o privado tal que, con base en el mismo, el ejercicio de sus funciones se vea influenciado por aquel”.

    El interés público se viola “cuando se da cabida a intereses particulares en el desempeño de la función pública”, y el principio violado es el de buena fe y lealtad hacia el organismo al que pertenece el funcionario. Principios de arraigo constitucional, legal y reglamentario (igualdad, integridad, imparcialidad, probidad, entre otros), se ven asimismo vulnerados en las hipótesis de conflicto”, dice el trabajo que fue publicado por la Junta de Transparencia y Ética Pública.

    El artículo 161 del Código Penal prevé como delito la “conjunción del interés personal y del público”. Sanciona al funcionario que, aprovechándose de su condición de tal, se interesa con fines privados de una operación en la que deba intervenir en razón de su cargo con el fin de lograr un provecho indebido para sí o para un tercero.

    Se podrá discutir si existe o no infracción penal en el caso de Peña y Elola, pero de lo que no hay duda es de que está mal no seguir el consejo de Plutarco.