Nº 2192 - 22 al 28 de Setiembre de 2022
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acá2022 no es un año cualquiera en la prehistoria de la democracia uruguaya. Magia de la simetría mediante, estamos conmemorando dos eventos ocurridos hace 150 años que, por caminos distintos, alumbraron la instauración de la democracia en Uruguay. El primer hito es fundamental en la historia política: me refiero a la Paz de Abril, el gran pacto que marcó el inicio de la política de coparticipación entre blancos y colorados. El segundo es igualmente decisivo, pero en la historia intelectual de nuestro país: el 15 de octubre de 1872 nació Carlos Vaz Ferreira, quien, a lo largo de su extensa trayectoria, dejó una huella muy profunda en la cultura nacional. Vale la pena detenernos en estos dos acontecimientos. Fueron independientes entre sí, produjeron consecuencias políticas convergentes y, bien mirados, tienen una sorprendente actualidad.
La democracia no se construye por decreto ni es consecuencia directa de condiciones económicas y sociales potencialmente favorables (como el desarrollo económico o la homogeneidad social). Uruguay juró una Constitución republicana en 1830, pero debió recorrer un largo camino para que la república pudiera estabilizarse y cristalizar. Historiadores (nada menos que Juan Pivel Devoto), sociólogos (de la talla de Aldo Solari) y politólogos (remito a Romeo Pérez Antón, maestro de toda mi generación) han insistido en que la política de coparticipación iniciada en la Paz de Abril fue un mojón decisivo en el camino hacia la democratización. Este pacto, que puso fin a la Revolución de las Lanzas liderada por el caudillo blanco Timoteo Aparicio, instauró una nueva práctica política. Según el texto constitucional de 1830, le correspondía al presidente designar a los jefes políticos de los departamentos del país. Dado el control que los jefes políticos ejercían sobre el proceso electoral, la designación de estas autoridades era un punto clave en la dinámica del sistema. En la Paz de Abril los colorados admitieron que en cuatro departamentos el jefe político fuera designado a propuesta del Partido Nacional (Cerro Largo, Florida, Canelones y San José). La coparticipación, por tanto, fue un mecanismo de distribución del poder, una tecnología para evitar la exclusión del adversario orientada a la pacificación del país.
Este pacto no fue el primero de la historia política uruguaya. De hecho, la historiografía registró muchos y muy importantes, desde el “pacto de los compadres” entre Fructuoso Rivera y Juan A. Lavalleja en 1830 hasta la Paz de Aceguá en 1904, pasando por el Pacto de la Unión celebrado entre Venancio Flores y Manuel Oribe en 1856. Sin embargo, la cláusula no escrita de la Paz de Abril que instauró la coparticipación llevó una tecnología política ya disponible y utilizada con éxito en otras ocasiones concretas a un nuevo nivel, de rango instituyente: el pacto entre caudillos dejó de ser una solución ad hoc para convertirse en una práctica decisiva para la estabilidad institucional. Aunque deriva de la práctica, es una verdadera invención, un momento fundante, un “gran acto constituyente” en los términos de Pérez Antón. Más tarde, los partidos políticos encontraron soluciones todavía mejores: pasaron de la de coparticipación territorial a la coparticipación funcional en la gestión del Estado (al decir de Solari) y a admitir la alternancia electoral por medio de elecciones limpias.
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Los caudillos, luego de tropezar muchas veces con la misma piedra, comprendieron que cada excluido es un enemigo. Al mismo tiempo, la elite doctoral hizo un viaje similar. A mediados de la década del 70, el positivismo (en su versión spenceriana) fue desplazando al espiritualismo como escuela filosófica predominante en el mundo universitario. El ascenso del positivismo, un fenómeno clave en toda la región, fue menos visible que en otros lados (como Brasil o México). Pero tuvo consecuencias muy importantes: en términos de nuestro recordado Arturo Ardao, “proporcionó a las clases dirigentes el sentido sociológico” del que carecía, “aportó métodos nuevos al tratamiento de los problemas nacionales”, “contribuyó a modificar el clima de nuestras viejas luchas partidarias”. Julio Herrera y Obes, principista deportado a La Habana en la barca Puig en 1875, admitió más tarde que, en el nuevo clima filosófico, dejó un legado político importante: “La política —dijo— tiene ahora el sentido práctico que antes le faltaba: tiene ahora pies para caminar sobre la tierra, y flexibilidad de invertebrado para buscar en toda clase de transacciones el término medio entre los principios morales y los intereses materiales”.
El “culto de lo absoluto” característico de la escuela espiritualista dejó lugar a la “filosofía de lo relativo”, propia del evolucionismo positivista. El cuarto de hora (en verdad, fue un cuarto de siglo) de apogeo del positivismo fue funcional a la modernización del Estado y a la renovación de los partidos. Pero lo mejor, en materia de ideas, todavía estaba por venir. En la bisagra entre los dos siglos, Carlos Vaz Ferreira y José Enrique Rodó aportaron al proceso de democratización en pleno curso herramientas conceptuales todavía más importantes. Vaz Ferreira y Rodó liquidaron el sectarismo filosófico. Con ellos, gracias a ellos, durante muchas décadas, los -ismos perdieron prestigio. Rodó, mirando directamente a los ojos nada menos que a José Batlle y Ordóñez, criticó el “espíritu jacobino”. Vaz Ferreira enseñó a “vacilar”, a “pensar directamente”, a “graduar la creencia” y a eludir el “espíritu de sistema”. Estas nociones, al convertirse en sentido común, al elevarse prácticamente al rango de doctrina “oficial”, contribuyeron a atenuar el sectarismo político y las tentaciones hegemónicas. Es que las ideas tienen consecuencias políticas. Vaz Ferreira lo había visto con claridad meridiana: “Esa intolerancia, tanto como a las ideas, separa a los hombres”.
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Vale la pena volver la mirada 150 años atrás para volver a revisar nuestras prácticas políticas y, también, las ideas que las informan. Nos hace mucha falta volver a entender que la democracia uruguaya empezó a nacer cuando los partidos dejaron de verse como enemigos y aprendieron a pactar entre sí. Deberíamos recordar que el día (en verdad, fue una década) que se reinstaló la lógica amigo-enemigo, la democracia empezó a agonizar, como escribió Julio María Sanguinetti. Estamos a tiempo de modernizar nuestro sistema operativo, de desinstalar las aplicaciones que producen dogmatismo y de abandonar todo aquel software que asocie política y guerra. Ni siquiera precisamos tomarnos el trabajo de tratar de aprender de la experiencia de otros países. Las mejores respuestas están al alcance de la mano, en nuestras propias tradiciones políticas e intelectuales.