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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáEl incremento de sanciones con el agregado de nuevos tipos delictivos se han convertido en una reiteración de enfrentamientos entre académicos y políticos. Mientras tanto los ciudadanos, sin poder intervenir directamente en ese debate, padecen desde la tribuna el aumento de su inseguridad.
Para evitar la más reciente superpoblación carcelaria se discuten tres soluciones: bajar las penas de prisión o que el Estado invierta dinero para construir más cárceles y asegurar que se cumpla el artículo 26 de la Constitución: garantías para procesados y penados de protección de sus derechos humanos y reeducación.
Cualquiera sea el camino que decidan los legisladores, ninguna opción tendrá amplio apoyo ciudadano. Todo lo contrario. La gente, afectada por la inseguridad y con su vida en riesgo se siente más confiada cuando quien viola ley termina entre rejas. No se trata de fundamentos filosóficos o legales sino de las sensaciones y sentimientos que apresan al ciudadano. Poco importan las disquisiciones teóricas de la academia; para la mayoría son discursos ininteligibles y las soluciones se toman entre cuatro paredes.
El ciudadano tampoco apoyaría distraer dinero del Estado para construir más cárceles cuando para la salud, la educación y el sistema de justicia, entre otras áreas centrales de sus intereses, no se destinan recursos suficientes. Cada decisión queda en manos de los gobernantes según su interés partidario y el de sus asesores.
Jueces, fiscales y defensores pugnan para evitar que ese aumento de penas se mantenga porque de lo contrario, sostienen, investigar a fondo los delitos sería imposible dado el desborde de casos. Para el fiscal interino de Corte, Juan Gómez, jefe de quienes tienen la obligación de velar por los derechos y libertades públicas, de no hacer cambios "estaríamos fomentando la impunidad".
El bosque está tupido. En este caso se cuestiona el aumento de las penas contra el microtráfico de drogas establecido en la Ley de Urgente Consideración (LUC) con una pena de cuatro a 15 años de penitenciaría a quien entregue, venda o facilite drogas a un menor de 21 años, o cuando el delito se cometa en las inmediaciones de centros de enseñanza, culturales o sanitarios o en el interior de las cárceles. Los opositores a esa ley la vinculan al aumento de mujeres encarceladas. La mayoría han sido imputadas cuando han intentado pasarle droga a sus parejas encarceladas.
Un proyecto de cambio impulsado por los colorados Carmen Sanguinetti, Raúl Battle y Pablo Lanz intenta justificar la derogación de esos delitos con un fundamento al borde de la sensiblería: “En su mayoría se trata de mujeres pobres, vulnerables, con hijos menores a cargo, que han sido sometidas a presión de sus compañeros privados de libertad o de otras personas, para el ingreso de estupefacientes en cantidades mínimas”. ¿La eventual derogación no afectará a las honestas mujeres con hijos víctimas directas o indirectas del tráfico carcelario de drogas que se extiende a la sociedad?
La abogada de oficio María Noel Rodríguez, sumada a esa siembra, sostuvo que son “fatídicas” las consecuencias de la aplicación de los cambios en la normativa, y que -utilizó un argumento similar al de los colorados- las mujeres procesadas por traficar son sancionadas en un contexto de vulnerabilidad en ocasiones junto a sus hijos.
Varios años antes, en 2005, María Noel Rodríguez, homónima de la defensora pública especializada en temas carcelarios, fue asesora del gobierno del presidente Tabaré Vázquez y del ministro del Interior José Díaz cuando implementó la ley de humanización de cárceles. Consistió fundamentalmente en otorgar libertades anticipadas para los encarcelados por delitos leves y una reducción generalizada de las condenas, entre otras medidas. Una especie de amnistía que el presidente anunció con bombos y platillos el día en que asumió.
Entonces había 6.241 reclusos y la ley, un instrumento publicitario para contentar reclamos internacionales, para nada sirvió salvo para dejar en libertad a muchos que volvieron a reincidir. Los números hablan por sí solos. Dieciocho años después los reclusos se duplicaron largamente (14.500). En la calle los tentáculos del narcotráfico se han adueñado de la sociedad, el acceso a armas de grueso calibre es pan de todos los días y la violencia ha trepado a lo más alto.
En 2009 visitó Uruguay Manfred Nowak, relator de la Organización de Naciones Unidas sobre la tortura y otros tratos o penas crueles, inhumanos o degradantes. Señaló terribles carencias que iban desde condiciones de reclusión “espantosas” hasta claras restricciones al desarrollo integral de las personas privadas de libertad. Nowak expresó que debía considerarse "altamente prioritario" emprender una reforma general. Nada dijo de las restricciones al desarrollo de las personas honestas, a quienes los delincuentes colocan contra un paredón de fusilamiento.
Nada ha cambiado. Cada tantos años aparecen gobiernos y políticos blandiendo curitas para tapar heridas profundas mientras, de espaldas a la gente, evitan invertir en más cárceles.
La chachara nada cambiará salvo que por consenso se tomen medidas terminantes que nadie está dispuesto a asumir. Ni tan siquiera a proponerlas.