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    Previsión social para los esclavos

    Columnista de Búsqueda

    Nº 2152 - 9 al 15 de Diciembre de 2021

    Asomarnos a la historia a veces nos enseña a identificar los factores que conciertan la realidad, detalle que muchas veces se pierde cuando nos afanamos por tratar con la inmediatez de lo real y acabamos encerrados en los vapores de las ideologías, que nos impiden ver de modo desencantado el mundo y las circunstancias que nos han tocado en suerte. Tomemos el ejemplo de Egipto para aprender algo de política; en aquella civilización de hace cerca de cuatro o cinco mil años, la realidad se componía de dos factores que la determinaban: el faraón y la agricultura. Todo lo demás era accesorio. El faraón era la parte vital del gobierno egipcio; era el que nombraba a los otros funcionarios durante la mayor parte de los períodos, mandando en persona a los más altos funcionarios del reino. La agricultura, por su parte, fue la base de la economía y permitió organizar el gobierno de Egipto convirtiendo a ese país en la gran potencia agrícola del mundo antiguo.

    El gobierno de Egipto era una monarquía teocrática en algún punto similar a las modalidades adoptadas en la antigua China y en la India. El faraón era un intermediario entre los seres humanos y la esfera divina y representaba la voluntad superior a través de su minuciosa y hasta obsesiva legislación. El carácter sagrado del poder es interesante para cualquier persona que se interesa en analizar los temas políticos, porque confiere a las leyes de un elemento de misterio, de hecho que excede la indeseada intromisión de los destinatarios; es un fenómeno de acceso iniciático y jerárquico, algo que está por encima de la voluntad y de la común capacidad humana. Es por eso que se trata de una de las formas de dominio más eficaces que conocemos por cuanto opera no ya sobre el cuerpo sino sobre lo que gobierna el cuerpo: trabaja sobre el sistema de creencias de las personas, sobre su alma. Para traducirlo a la época contemporánea: como la extendida y falaz creencia que nos ha persuadido de que los legisladores saben lo que sus representados ignoran y por lo tanto no tienen que dar cuenta todo el tiempo de lo que hacen y así se manejan viciosamente en los encierros de sus selectos gabinetes y de sus inaccesibles logias, el súbdito del antiguo Egipto, como el “libre” ciudadano de hoy, obedecía leyes que no había pedido y no comprendía y no sin temor y molestias pagaba impuestos para mantener el aparato que le aseguraba la provisión continua de los tormentos a los que estaba expuesto por parte del Estado.

    Los dioses gobernaban el río Nilo y por ello gobernaban la totalidad de la vida egipcia. En la pirámide social del Antiguo Egipto estaba el faraón y una limitada elite que incluía a sus familiares asociados con la divinidad. Los egipcios elevaron a algunos seres humanos a la categoría de dioses y los veneraron como tales y estaban convencidos de que los faraones eran dioses que habían adquirido forma humana, y que tenían un poder absoluto sobre sus súbditos, que confiaban ciegamente en ellos porque sus necesidades dependían de su benevolencia; como los ciudadanos modernos respecto de los gobiernos populistas o planificadores.

    En momentos de incertidumbre, de angustia o desesperación la gente les pedía a las divinidades la solución a problemas reales de orden existencial o a problemas puntuales de orden doméstico o económico, según el infinito repertorio de las necesidades humanas, y las divinidades respondían invariablemente en un plano místico pero también de orden material. Por más autoritario que fuese el gobierno, y por más jerárquica y estratificada que fuera una sociedad, si los súbditos creían que el gobernante tenía el poder de un dios y le pedían algo, y el gobernante se los concedía en cierto aspecto, se producía el milagro del consenso, de la aquiescencia, el logro entero de la homogeneidad política. Entre el faraón y un dios no había diferencia.

    Un reconocible detalle político: cada agricultor le pagaba al faraón en forma de granos que eran almacenados en los silos del palacio real, y con este grano el monarca mal alimentaba a los desdichados cuando las impiadosas hambrunas arreciaban durante los largos meses de sequía o de peste. De esa manera, como cualquier perverso banco previsional, el faraón administraba a discreción los ahorros de los súbditos, que en su penosa esclavitud eran o parecían ser moderadamente felices.

    Conozco ejemplos cercanos de algo parecido.