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    Puro trolleo populista

    Columnista de Búsqueda

    N° 2008 - 14 al 20 de Febrero de 2019

    , regenerado3

    ¿Deben los políticos tener una moral y una actitud específica cuando comunican? ¿Una que los coloque como ejemplo a seguir? O dicho de otra manera, ¿pueden mostrarse idénticos al resto de la ciudadanía? ¿Pueden tribunear, comentar y proponer cosas de dudosa calidad democrática? ¿Pueden comportarse como hooligans y chicanear en las redes?

    De acuerdo con cierta mirada, sí: es perfectamente asumible que los políticos se comporten como sus votantes ya que, después de todo, estos los votarían por semejanza. Es decir que como se vota aquellos representantes que más se nos parecen, es razonable esperar que sean “como uno”. Y si nosotros somos, por ejemplo, adeptos a la vehemencia en las redes sociales o en una cancha de fútbol, está bien que “nuestros” políticos se comporten de igual manera. Que si nosotros somos barrabravas, es esperable (y para algunos hasta deseable) que quien lo representa en el mercado político e ideológico se comporte de la misma manera.

    Hay otra mirada, que me parece más sensata, que dice que no. Que los políticos, en tanto representantes electos, no son meros amplificadores de la sensibilidad y los modales de sus votantes. Que tienen el deber moral y, muy especialmente, el deber democrático de comportarse de manera ejemplar. No solo por su calidad de electos, sino también para ejemplificar cómo debería ser un debate sano en política. Parafraseando aquello de “no basta que la mujer del César sea honesta; también tiene que parecerlo”, no basta con que el político sea ciudadano, debe ser un ciudadano más ejemplar que el resto por el bien del sistema que lo puso en ese lugar de liderazgo temporal.

    El problema actual que tienen muchos políticos para plegarse a esta segunda visión de las cosas, más reflexiva si se quiere, es que las redes son una tentación inmediata para el comentario al paso. Más o menos como los carritos de chorizos. Y más o menos como nos pasa a muchos de nosotros en las redes: a veces dan ganas de contestar o contraargumentar a la velocidad instantánea del retruque tuitero. Después de todo, y a pesar del pedestal, los políticos son personas normales o casi.

    Es por eso que no es tan raro encontrar políticos que en persona parecen razonables, comportándose en la redes como el peor de los trolls. Con una clara desventaja respecto a estos: el troll es por lo general anónimo y su intención es la de pervertir el debate hasta hacerlo inviable con base en agresiones y distorsiones de todo tipo. El político, al contrario, pone su cara, su nombre, su cargo y su trayectoria detrás de sus comentarios. Y, también al revés del troll, lo que se espera de él (yo por lo menos) es que construya, que aligere, que suavice, que negocie, que debata con altura, con argumentos, con datos y con cintura. En definitiva, que sea capaz de llevar a buen puerto el tema sobre el que está discutiendo.

    El ejemplo extremo de estos políticos enardecidos es, obviamente, Donald Trump, quien parece gobernar a golpe de tuit absurdo, uno tras otro. Lo cierto es que a Trump no se le conocen modales mucho mejores en persona, así como tampoco se le conoce un sinfín de comentarios moderados sobre cuestiones ideológicas y sociales en la vida real. No es el único, obviamente. De hecho, es habitual encontrar en políticos de todo signo ese “sesgo de red” que yo no dudaría en llamar populista.

    ¿Por qué populista? Porque es una forma de comunicación que recurre siempre a la descripción dramática del problema, proponiendo dicotomías falsas que se plantea casi siempre como un antagonismo entre la élite y el pueblo. Porque apela a la emocionalidad y a la simplificación en “el marco de una guerra de representaciones del mundo que pone en cuestión la comprensión tradicional de la democracia liberal”, según apunta Manuel Arias Maldonado. Para aggiornar la definición, dice el filosofo español, “habría que hacer referencia a su aspecto estilístico, hondamente marcado por tecnologías de la comunicación —analógicas y digitales— que potencian el aspecto performativo de la acción populista”.

    Justo por esto me llamó la atención un tuit de la senadora de la República Constanza Moreira del pasado martes 12 y que aún sigue allí: “¿Hay presos políticos en Venezuela? En Brasil se llevaron preso al principal líder político de la oposición en un turbio juicio dirigido por un juez que hoy integra el gabinete de Bolsonaro. A nadie se le movió un pelo en la oposición uruguaya”. Me llamó la atención porque creo que Trump estaría orgulloso de un mensaje que cumple a la perfección con los parámetros del manual de tuitero del político populista.

    Primero, plantea una falsa dicotomía: no existe la menor relación entre la existencia de presos políticos en Venezuela y el caso judicial de Lula. La conexión la crea la senadora a efectos de tirarle una piedra a la oposición (se me ocurren mil caminos menos destituyentes para hacerlo). Segundo, simplifica un problema inmenso como el de Venezuela (miles de muertos por la represión, 87% de la población bajo la línea de la pobreza, millones de desplazados) y lo reduce a una pregunta retórica que parece revelar un desinterés profundo por los destinos de los venezolanos reales. Y tercero, plantea la dicotomía que se inventa en términos de una élite corrupta (que increíblemente no serían Maduro y su claque militar, sino ese juez brasilero y el actual gobierno de Brasil) que encarcela al líder elegido por el pueblo. Puro trolleo populista.

    En una entrevista reciente con el programa radial No toquen nada, el comunicador Julián Kanarek señalaba que “caminando por la ciudad y conversando con la gente somos ciudadanos. En las redes somos todos cada vez más trolls, porque nos ponemos a discutir sobre cualquier temática con un nivel de tolerancia muchísimo menor al que tenemos en una pizzería”. Y luego agregaba: “Las redes, que tenían un halo esperanzador y democratizador, que llegaron a hacernos entender que la Primavera Árabe había sido proyectada a través de las redes, hoy tienen una amenaza de desestabilización del sistema por estas prácticas”.

    Yo creo que el problema de los trolls es tan acotado como acotado sea el comportamiento de troll de aquellos que de ninguna manera pueden comportarse como tales: nuestros representantes. Y no me refiero solo a los políticos: el gerente general de un organismo público o algún otro cargo no electo también debería comportarse como parte de esa representación del colectivo que se le supone. Que si todos ellos se comportan como esa élite que de hecho son, el impacto del trollismo en nuestras vidas podría ser menor o al menos no salpicaría el debate democrático.

    Dice Arias Maldonado que “el retorno del populismo ha servido para demostrar la capacidad de las sociedades liberales para estudiar sus propias patologías”, y es verdad. Pero me parece que no alcanza con una revisión académica, que es necesario que los propios representantes políticos se hagan responsables de no caer en la tentación populista. Eso nos ahorraría tuits tan burdos e indignos como el de la senadora y también aquellos a los que nos tiene acostumbrados Trump.

    ?? La agenda de responsabilidades