Qué basura

Qué basura

La columna de Mercedes Rosende

5 minutos Comentar

Nº 2111 - 18 al 24 de Febrero de 2021

Me acerqué al recipiente, aplasté y tiré la botellita de agua y, como tantas veces, me quedé pensando a dónde iría parar. No, no pensaba en el sitio de disposición de la Intendencia de Montevideo, pensaba en el destino final: ¿algún país de África, de Asia? ¿Recorrería medio mundo para llegar a un país pobre donde en el mejor de los casos sería reciclada y transformada en bolitas, para hacer más botellas? No me cabía la menor duda.

Hoy cuesta creer que hasta hace unos años la etiqueta de “desechable” fue una señal de lujo, de modernidad y sofisticación, que hubo un tiempo en el que se presentaba al plástico como una alternativa limpia y fresca, por ejemplo, para envasar alimentos. Así nos fue, el planeta se tapó de basura.

El tema de los residuos sólidos provoca uno de los mayores problemas de este mundo hiperconsumista, seguramente uno de los más difíciles de resolver. La imagen es tenebrosa: hace ya muchos años que circulan barcos cargados de desechos en busca de países permisivos donde verter su carga. En los años ochenta China se había posicionado como el principal receptor, pero desde el 2018 decidió prohibir la entrada, y ahora exporta sus propios desechos. Su antiguo lugar lo ocuparon otros países asiáticos, especialmente Malasia, Tailandia y Vietnam.

Los plásticos reciclables pueden exportarse legalmente, pero no son pocas las veces que esta basura se mezcla fraudulentamente con plásticos sucios o de baja calidad que, al ser incinerados, liberan vapores tóxicos que causan diversos tipos de contaminación. En Malasia hay decenas de usinas de reciclaje, muchas sin licencia de operación, y el gobierno dice que el país está siendo utilizado como vertedero, y ha tenido que devolver 3.000 toneladas que no cumplían los requisitos mínimos.

Otro caso similar: Canadá envío a Filipinas un centenar de contenedores que contenían una mezcla insalubre de desechos sin clasificar, como componentes electrónicos, pañales usados y botellas plásticas sucias. La basura fue rechazada, lo que provocó un serio conflicto diplomático entre las dos naciones, donde no faltaron las declaraciones altisonantes y a veces un poco salidas de tono: “Les declararé una guerra. Cargaremos los contenedores en un barco y avisaré a Canadá de que su basura está en camino para que preparen una gran recepción o se la coman”, advirtió el presidente Rodrigo Duterte. El asunto terminó con la repatriación de los contenedores.

El mensaje a largo plazo para los países ricos empieza a ser claro: manejen su propia basura.

Según la organización EcoWaste, las empresas transportistas se aprovechan de los “débiles controles a las importaciones” y de la “escasa regulación” en países como Filipinas, para introducir toneladas de basura. “Los trabajadores que manejan esos envíos de residuos contaminantes y las comunidades pobres que los reciben y clasifican son las principales víctimas de la situación”, dicen.

Está claro que los países desarrollados exportan su basura al tercer mundo y la razón salta a la vista: los residuos sólidos requieren mano de obra para separar lo que vale de lo que no. Así, los países ricos buscan sacar provecho del trabajo barato, y por qué no, de la permisividad de ciertos gobiernos. La situación no podría ser más inmoral: los países ricos ensucian y contaminan a los países pobres.

Según la base de datos Comtrade de Naciones Unidas, la lista de exportadores de plástico la encabezan Japón con 925.953 toneladas, Estados Unidos con 811.420, y Alemania con 701.539. También entran en la lista Bélgica, Francia, Reino Unido, Polonia y Canadá. Por otro lado, el mayor porcentaje de reciclado se da en seis países europeos: Suiza, Suecia, Austria, Alemania, Bélgica y los Países Bajos. Paradójicamente, Alemania y Bélgica figuran en las dos listas: la de los que más desechos exportan y la de los que más reciclan. ¿Cómo es posible? Tal vez sea el momento de pensar que el reciclado, al menos hasta el momento, no es ni remotamente suficiente, y que a veces hasta parecería ser un mito con el que nos engañaron durante décadas.

El informe del Banco Mundial What a Waste 2.0 (Los desechos 2.0) dice algo que pone los pelos de punta: el planeta produce 2.100 millones de toneladas de desechos cada año. De esa cantidad solo el 16% es reciclada y, hasta el momento, un tercio de esos desechos terminan en vertederos sin calificar. ¿Y a que no se imagina dónde se encuentran esos basureros? Sí, acertó.

Habría que empezar a plantearse seriamente que el tema del reciclaje fue un espejismo en el que todos caímos, al menos tomado como panacea o única solución al problema. Hoy empieza a hablarse, ya no solo de reciclar, sino de evitar consumir o de consumir menos, de extender la vida útil de los productos. Se cuestiona la necesidad de usar envases descartables o un exceso de tecnología, de comprar más alimentos de los que utilizaremos (increíblemente, en el mundo se pierde más de 1/3), o más ropa o mobiliario del que necesitaremos.

Parecería que el cambio cultural de paradigmas, ese trabajo de educación y de difusión, tendría que evitar las falsas soluciones, apoyarse en políticas públicas firmes que involucren a la ciudadanía y también a las empresas, que las comprometa a ofrecer productos que no generasen los altos costos de contaminación que, al final, terminamos pagando todos. Y mientras tanto, mientras no se logre un cambio en el comportamiento social y empresarial que reduzca o elimine la necesidad de los vertederos, mientras seamos rehenes de la fantasía buenista del reciclaje como única salida a la contaminación, la basura de los ricos seguirá pudriéndose a cielo abierto en los países pobres.