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    Que el mundo fue y será una porquería

    Columnista de Búsqueda

    N° 1936 - 21 al 27 de Setiembre de 2017

    Terremotos en México, huracanes en el Caribe, amenaza de conflicto nuclear entre dos tipos con edad mental de seis, no, siete años. Si a esto se agrega que incluso en las democracias más consolidadas se detecta una cierta erosión, una creciente desconfianza hacia lo que propone el statu quo, comienza a ser bastante tentador creer que el mundo no solo es un lugar espantoso sino que va a peor. Y esa idea, la de que el mundo no deja de ir a peor, es una que se viene extendiendo. No solo entre los tradicionales amargos, entre los que suelo encontrarme cómodo, sino entre gente que por lo general tiene una mirada luminosa sobre las cosas. Si hasta esa gente, que suele ver la vida desde un campo de flores, detecta que todo va a peor, ¿será que efectivamente es así?

    Tengo la impresión de que en esta sensación creciente de desa­sosiego, que muchas veces termina en un recetario de soluciones totales y simples, se mezclan varias cosas. Por un lado, la extensión extrema de las posibilidades comunicativas, que nos permite saber tanto lo que ocurrió en aquel pequeño pueblito de Bután como lo que pasó en el barrio vecino. Por otro, la lógica de esa comunicación, que privilegia las noticias impactantes y los titulares llamativos en un contexto periodístico que premia económicamente el clic y no la solidez de la noticia. Y por otro, en parte quizá como corolario de lo anterior, la extensión de una ética, de una preocupación por los humanos en general, y hasta de los animales, que hace que sintamos cada vez más como propios los problemas más distantes. Ya lo dijo Sting hace unos años, “un mundo, no tres”.

    La pregunta sería si más allá de la percepción, mediada tanto por la lógica comunicacional descrita en el párrafo previo como por los sesgos individuales resultantes de nuestra ideología y nuestras preferencias, es real que el mundo es un desastre. Es decir, convendría contrastar las percepciones con los datos disponibles. Y es que a la par de ser una porquería como especie, los humanos hemos desarrollado algunos instrumentos que nos permiten comparar nuestra situación en distintos momentos en el tiempo para ayudarnos a entender adónde nos dirigimos y si nos conviene o no rectificar el rumbo.

    Datos entonces: según Unicef, entre 1961 y 2014 la esperanza de vida no ha parado de crecer en todo el mundo, incluso en el África Subsahariana, que es la zona que presenta los peores registros. Lo mismo ocurre con la mortalidad infantil, que entre 1990 y 2012 pasó en promedio en todo el mundo de 90 niños muertos por cada mil nacidos a algo menos de 60. Por supuesto, la dispersión del dato es amplia: mientras en las regiones desarrolladas pasó de 15 cada mil a poco más de 5 cada mil, en el África Subsahariana pasó de 180 a poco m´ss de 100. Pero la tendencia es la misma: a disminuir.

    Algo parecido ocurre con la población que se encuentra por debajo del umbral de pobreza de 1,25 dólares por día. Según el Banco Mundial, si en 1981 la situación alcanzaba a más de 50% de la población del planeta, en 2010 apenas superaba el 20%. Una vez más, la tendencia es parecida en países con muy distinto nivel de ingreso y también tiene un alto nivel de dispersión. Así, la zona en donde la pobreza se ha reducido de manera más radical es en el este de Asia y el Pacífico, donde se pasó de más de un 70% a poco menos del 20%. En los que menos se ha reducido es en aquellos que ya casi no tenían pobres, los países desarrollados. Por supuesto, hay otra media docena de indicadores estructurales, como acceso a la educación, renta disponible per cápita y otros, como el que señala que gracias a la tecnología actual se usa menos tierra en la agricultura que antes, que apuntan en la misma dirección.

    ¿Quiere esto decir que vivimos en un mundo genial? En absoluto; el mundo en que vivimos es profundamente imperfecto y tremendamente injusto. ¿Reconocer estas tendencias nos dice que debemos aceptar el actual statu quo? Para nada. De hecho, la mayoría de estos logros se deben precisamente a las acciones de gentes y organismos que no aceptaron a lo largo de esas décadas el statu quo de entonces. ¿Deberíamos aceptar una sociedad consumista, derrochona y narcisista, como mucha gente asegura que es la nuestra? Claro que no.

    Eso sí, habría que tener buen cuidado de no meter en la bolsa de las 4 x 4 y la ropa de marca, el imparable crecimiento del acceso al agua potable, que ha reducido drásticamente las epidemias de cólera en todo el mundo. O el creciente acceso a la sanidad, que ha contribuido a disminuir y hasta erradicar las enfermedades que antes mataban a nuestros abuelos. Es decir, no todo lo que produce nuestra sociedad es basura superflua para gente rica y con mucho tiempo libre. Y en todo caso, sería bueno comenzar a pensar en los ciudadanos como seres responsables que pueden entrar o no en ese círculo de consumo. La idea de que solo unos iluminados pueden percibir el engaño al que es sometido el resto, que se limita a seguir un destino que le es impuesto desde afuera como si fuera una vaca, tiene un tufo paternalista que tira para atrás.

    Cuanto más general sea la crítica, menos precisa será la solución. Cuanto menos basado en datos precisos sea el diagnóstico, más difuso será el camino que se siga partiendo de él. Y eso por no hablar de que la negación de estos avances implica una falta de respeto hacia los esfuerzos de todos los técnicos, luchadores sociales, científicos, funcionarios y gente de a pie que dio lo mejor de sí para que esos cambios se produjeran.

    Como bien recuerda Justin Sullivan en la canción My country de New Model Army, “ningún derecho nos fue concedido por la gracia de Dios, ningún derecho nos fue concedido por alguna cláusula de Naciones Unidas, ningún derecho nos fue regalado por un simpático señor en la cumbre. Nuestros derechos fueron comprados con toda la sangre y todas las lágrimas de nuestras abuelas y abuelos”. Reconocer ese legado y sus logros no nos hace más débiles. Al contrario, nos permite afinar la mira sobre cómo podemos cambiar aquello que deseamos cambiar. No hace falta creer que vivimos en el peor de los mundos posibles para querer mejorar este.