Que el rey del recreo pierda su coronita

Que el rey del recreo pierda su coronita

La columna de Gabriel Pereyra

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Nº 2173 - 12 al 18 de Mayo de 2022

En 1982, tres adolescentes se suicidaron en el norte de Noruega tras ser víctimas del acoso de sus compañeros de colegio. Aun considerando que por entonces no existía el acoso cibernético, si tomamos en cuenta las cifras que manejan las organizaciones que investigan el acoso escolar, podríamos concluir que, desde entonces, 8 millones de niños y adolescentes murieron en el mundo víctimas del ahora llamado bullying, 200.000 cada año. El nombre, como la detección del fenómeno tras aquellos suicidios de Noruega, pertenece al científico escandinavo Dan Olweus.

El 2 de mayo se conmemoró el día del acoso escolar, y basta bucear apenas cerca de la superficie de este asunto para verlo siempre ligado a algunos de los fenómenos más violentos y dolorosos que nos afectan como sociedad subdesarrollada y moderna. Solo desde el reduccionismo y la ignorancia se puede ver al bullying como un problema de relaciones entre alumnos.

Esa violencia gratuita y malsana en edades tempranas nos lleva seguro a preguntarnos si el hombre nace malo o lo hace malo la sociedad.

Sin despreciar a la filosofía, la neurociencia llegó hace ya décadas para darnos una aproximación científica sobre cómo las cosas no son, salvo ciertas patologías, hechos inevitables, sino que el cerebro es un órgano flexible y adaptativo, cuya transformación ha permitido a la humanidad evolucionar.

Pero la fragilidad de este órgano, que nos hace tan humanos como divinos, y la fragilidad sobre todo en los niños, nos puede llevar por caminos que a veces terminan siendo, por impedimentos sociales, de una sola vía.

Cuando los niños viven en ambientes familiares violentos, su cerebro se concentra en las posibles amenazas y en mantenerse fuera de peligro.

Se activa entonces el cerebro reptiliano, el primero que desarrolló el humano, donde radica el instinto de supervivencia. Pero eso no solo los hace fuertes, también los torna conscientes de su vulnerabilidad y dispara ansiedad, estrés, depresión.

Según la organización Uruguay Crece Contigo, seis de cada 10 niños uruguayos han sufrido algún tipo de violencia en su vida. La mayoría sufrió situaciones de maltrato emocional (34%), luego, negligencia (24%), abuso sexual (22%), maltrato físico (18%) y explotación sexual (2%).

Y uno de los primeros ítems de las investigaciones sobre bullying es el que señala que los niños sometidos a violencia intrafamiliar tienen más chances de ser acosadores.

Otro factor que puede generar potenciales niños abusadores es la falta de límites. En una sociedad con familias desintegradas, hogares monoparentales en los que los niños pasan muchas horas solos y son ellos los dueños de sus propios límites, los candidatos a posibles acosadores son una legión.

Otro factor que predispone a los menores a ser partícipes de bullying es su falta de habilidades sociales. No es necesario abundar en la vida de los niños que viven a un lado de esta grieta que nos desangra como nación. Las carencias que no suple la familia o la educación (¡ay, la educación!) les obstaculiza el vincularse y conectarse con sus pares y al no sentirse integrados reaccionan con agresividad hacia el más débil. En el aula soy el último orejón del tarro, pero en el recreo, por otras vías, me convierto en el rey.

La agresión de un niño a otro busca muchas veces el reconocimiento del colectivo. Y esto se da en la escuela y el liceo, pero también en el barrio, donde la pistola al cinto les da el poder que no lograrían por la vía de exhibir otras habilidades.

Pero ¿es la pobreza y la exclusión una condición excluyente para el bullying?

En absoluto. Aunque los muchachos provengan de hogares integrados y con ciertos valores, estos principios pueden ser dejados de lado con tal de ser admitidos por el colectivo.

Una investigación de la Universidad de la República mostró en 2013 que la prevalencia del bullying se daba en un 23,8% en colegios privados, 22,2% en UTU y 18,2% en liceos públicos.

No obstante, la suma de un contexto social vulnerable y una educación que no estimula el pensamiento abstracto juega un papel terrible en la corteza prefrontal del cerebro, la más nueva en la evolución humana. Es en esa área del cerebro donde se desarrolla la autoconciencia, lo que nos define como humanos y, por eso, la que establece los límites entre lo que está bien y lo que no. No nacemos con el sino de la inconsciencia entre el bien y el mal; es el contexto en el que nos desarrollamos el que termina definiéndolo. Y esto se da tanto a la hora de pegarle a un compañero como de apretar un gatillo sin sentimiento de culpa.

Todo esto sobre los abusadores, pero ¿y los abusados? Sobre ellos, las ciencias que indagan en el cerebro llegaron a una definición: la teoría de la “indefensión aprendida” desarrollada por el científico Martin Seligman en los 70. Seligman “sometió a un animal a descargas eléctricas sin posibilidad de escapar de ellas. El animal no emitía ninguna respuesta evasiva, aunque la jaula hubiese quedado abierta. En otras palabras, había aprendido a sentirse indefenso y a no luchar contra ello. Esto se aplica a la conducta que adopta la víctima de bullying”.

Los niños que sufren acoso tienen más chances de padecer depresión, ansiedad, predisposición a autolesionarse y trastornos postraumáticos.

En Uruguay los suicidios son la segunda causa de muerte en jóvenes entre los 10 y 15 años y la primera entre los 15 y 19 años.

Durante un encuentro en 2019 para analizar el bullying, el líder del Sindicato Noruego de la Educación (la Fenapes uruguaya, digamos), Steffen Handal, culpó a quienes ven los espacios en primera infancia como algo “que prepara a los niños para la escuela”. Handal terminó así su idea: los centros sobre primera infancia son importantes por derecho propio y deberían preparar a los niños no solo para la escuela, sino para la vida, porque “los cuidados y la amistad son objetivos en sí mismos”.

No parece casualidad que el bullying haya sido descubierto por un científico nórdico.

Tras la segunda guerra, con tanta cosa destrozada que podía atraer la atención de las autoridades como para ser reconstruida, ¿a qué apostaron? A invertir en primera infancia. Y hoy las investigaciones muestran que esa inversión repercutió y repercute en desarrollo económico y neuronal, o sea, humano. Los países nórdicos tienen espacios de atención a la primera infancia donde reciben a niños entre los 45 días de vida y los tres años. Repito para sacarle dudas al corrector: entre los 45 días de vida y los tres años. No en vano tienen los mayores índices de desarrollo humano. Y no en vano fueron los primeros que vieron lo obvio para atacar al bullying.

Si entre 5% y 10% ocupaban el lugar del agresor y el agredido, ¿dónde estaba la mayoría? Mirando. Y enfocaron sus baterías en ellos. Les han pedido que reflexionen sobre la situación y sean ellos los que primen porque, si no hay nadie que se ría, el gracioso ya deja de serlo. Así, el agresor no tiene ningún adepto. No tiene sentido bregar por ser el rey del patio si no tiene súbditos.

En casa, no alcanza con decirle al niño: “No agredas ni te dejes agredir”. Es clave decirle: “No dejes que agredan ni que haya un compañero agredido”. Porque como dijo el sindicalista nórdico no se trata de un consejo para la escuela sino para toda la vida: no seas prescindente ante el dolor ajeno. Incluso, no lo seas ante la duda.

Esos llantos del nene de al lado no pueden ser de dolor de oídos; ese golpe seguido del grito de la vecina no parece común, como tampoco sus moretones en la cara. ¿Qué voy a esperar? ¿Me voy a refugiar en la sacrosanta intimidad porque cada casa es un mundo? ¿O será que cada casa forma parte de la comunidad en la que vivimos? En suma, erradiquemos de la educación de nuestros hijos el “no te metas” porque está mal y porque, además, un día puede ser él quien necesite que otros sí se metan.