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    Quietud o destino

    Columnista de Búsqueda

    N° 1977 - 12 al 18 de Julio de 2018

    , regenerado3

    El antiguo origen latino de la palabra destino alude a lo que está quieto, a lo estacionario y, casi literalmente, a estar de pie. Debo admitir que me pierdo en el salto de ese concepto a la idea de destino como hado, o voluntad de los dioses; y con toda energía desespero cuando además debo tratar con el encuadre griego del vocablo moira, que remite a la idea de lote o porción de algo (vida, ventura, infortunios, hallazgos, desengaños) que corresponde a cada persona según su naturaleza o estatus social. Tal vez me alivia un poco Homero cuando le atribuye a Zeus en el canto primero de la Odisea el discurso que libra a su hija Atenea, donde le explica que no son los dioses, sino los hombres con la insensatez de sus actos los que labran las varias desdichas que oscurecen su existencia.

    Para Heidegger, destino es futuridad, posibilidad abierta; algo que es de la sustancia del tiempo y por lo tanto pertenece a la noción central del ser. La existencia es el campo o ámbito exclusivo de esa excluyente realidad que se apropió del porvenir no como una meta sino como una apertura, como lo que va a ser (ser es lo que puede ser), lo que acontecerá en el vivir o con el vivir. Eso es más o menos el rubro del destino en su sentido radical. Tiene sustento bajo esta óptica su reproche a la degradación modernista, a la tecnificación, a la sustitución de la libertad por la mediatización instrumental que se agota en el mero ordenamiento estacionario, en la desviación de la pregunta radical y que prefiere circunscribirse al confort de las definiciones. Dice Heidegger que el hombre se ha privado de la filosofía y de esa privación ha construido el mundo inhóspito que le toca vivir; lo óntico, lo puramente ente, le salió al encuentro y prefirió quedarse allí, levantar sus tiendas y fundar ciudades y dibujar futuros.

    Al respecto copio entero el apartado 70 de sus Cuadernos negros 1938-1939 (editorial Trotta, que distribuye Gussi), donde muestra el cruce de caminos por los que atraviesa la futuridad del hombre moderno, criatura herida por la errática fe de que el acto de pensar cobija en lugar de abrirnos a la intemperie de lo nuevo, de lo extraño: “El destino del hombre, en todas sus formas de acondicionamiento y en todos sus aprestos y equipamiento, se ha salido tanto a lo maquinativo que una decisión metafísica (es decir, en lo sucesivo una decisión moral y referida a ‘ideales’ y ‘valores’) ya no consigue nada, porque esta decisión ya no puede alcanzar ni recuperar esta esencia del hombre para el ámbito del que ella dispone para decidir. La esencia moderna del hombre ha entrado en la fase de su historia que pone esta esencia tan exclusivamente en manos de lo ente que el abandono de la diferencia de ser comienza a hacer señas a la propia diferencia de ser. Esto es el signo de una transición decisiva. ¿Qué significa que ahora el hombre, quien en su calidad de moderno parece haberse puesto a sí mismo en posesión definitiva de sus objetivos y de sus cálculos, quede ya fuera de toda posibilidad de interpretación, cuyo horizonte se está tomando aún de lo que había hasta entonces; que ahora el hombre, cuanto más exclusivamente se aplique al cálculo y al quehacer, sin saberlo ni poder saberlo tanto más se convierte en un extraño en medio de lo ente, donde cree sentirse como en casa; que el hombre persiga un momento histórico en el que se vea acometido por esta extrañeza, la cual entonces o bien le golpea violentamente con su espanto, o bien le expone a la penuria de ser el extranjero en la morada de los dioses? Esta alternativa entre dos posibilidades es la decisión acerca de si, en aquel momento histórico, hay preparado un terreno abierto en el cual el hombre puede o no experimentar el extrañamiento y la extrañeza en cuanto tales y entrar en ellas. Esta historia del hombre, que comienza con la transición saliendo de la modernidad, le lleva por primera vez de propio al ámbito histórico de ser, mientras que hasta ahora él solo ha tomado la diferencia de ser como la funda más externa de lo ente, e incluso como un ente”. (págs 68-69)

    Esa superficialidad, ese desplazamiento cómodo hacia lo fijo y visible en perjuicio de lo vivo y elusivo, de lo que solamente puede atraparse en el acto continuo de la existencia, de lo que corre por delante y es a la vez dependiente de nuestro acto de conciencia, eso que vulgarmente conocemos con la palabra vivir y asociamos con el desenmascaramiento, es la tarea de la filosofía, el destino afrontado como libertad.